Jueves de la cuarta semana


"Si un tiempo erais tinieblas,
 ahora sois luz en el Señor.
Comportáos pues como hijos de la luz".
(Ef 5, 8)


La luz de Dios

Esto es lo que os anunciamos: que Dios es luz y que en él no hay tinieblas. ¿Quién, en efecto, se atrevería a afirmar que en Dios hay tinieblas o a preguntar qué luz es ésa, o de qué tinieblas se trata? No sea que se refiera a cosas que pertenezcan al ámbito de estos ojos nuestros. Dios es luz, pero es luz el sol, y la luna y una lámpara -sostiene no sé quién-. Debe existir una realidad mayor que esos seres, mucho más excelente y elevada. Cuanto sobrepasa Dios a la criatura, el creador a su obra, la Sabiduría a lo hecho por ella, tanto debe sobrepasar esta luz a todas las demás cosas. Y quizá llegaremos a ser afines a ella si conocemos qué clase de luz es y nos aproximamos para que nos ilumine. Pues en nosotros somos tinieblas pero, iluminados por ella, podemos constituirnos en luz; entonces ella no nos avergonzará porque nos avergonzaremos nosotros mismos. ¿Quién es el que se avergüenza a sí mismo? Quien se reconoce pecador. ¿A quién no avergüenza ella? A quien ella ilumina. ¿En qué consiste ser iluminado por ella? Quien ve ya que los pecados le envuelven en tinieblas y desea ser iluminado por ella, se acerca a ella. Por eso dice el Salmo: Acercaos a él y quedáis iluminados y vuestros rostros no se cubrirán de vergüenza (Sal 33,6). Pero ella no te cubrirá de vergüenza si, cuando te descubra tu fealdad, esa misma fealdad te desagrada para percibir su belleza. Esto es lo que nos quiere enseñar.

Afirmas estar en comunión con Dios, pero caminas en tinieblas; por otra parte, Dios es luz y en él no hay tinieblas, ¿cómo entonces están en comunión la luz y las tinieblas? Es el momento de que el hombre se interrogue: «¿qué he de hacer, cómo puedo llegar a ser luz? Vivo envuelto en pecados e iniquidades». Parece que se le infiltra cierta desesperación y tristeza. No hay salvación más que estando en comunión con Dios. Pero Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna; los pecados, en cambio, son tinieblas como lo dice el Apóstol al afirmar que el diablo y sus ángeles son los que dirigen estas tinieblas (Ef 6,12). No diría de ellos que dirigen las tinieblas si no dirigiesen a los pecadores y dominasen sobre los inicuos.

¿Qué hacemos, hermanos míos? Hay que estar en comunión con Dios, pues, de lo contrario, no cabe esperanza alguna de vida eterna. Mas, por un lado, Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna; por otro, las iniquidades son tinieblas. Las iniquidades nos oprimen, de modo que no podemos estar en comunión con Dios. ¿Qué esperanza nos queda? ¿No os había prometido que estos días iba a hablar de algo que produjese gozo? Si no muestro ese algo gozoso, esto es sólo tristeza. De un lado, Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna; de otro los pecados son tinieblas, ¿qué será de nosotros?

Escuchemos por si acaso nos consuela, levanta nuestro ánimo y nos da esperanza que nos evite desfallecer en el camino. Pues sostenemos una carrera y una carrera hacia la patria, y, si perdemos la esperanza de llegar, la misma falta de esperanza nos hace desfallecer. Pero Dios que quiere que lleguemos a la patria para retenernos en ella, nos alimenta en el camino. Escuchemos, pues: Porque si decimos que estamos en comunión con él y caminamos en las tinieblas, mentimos y no obramos la verdad. No afirmemos que estamos en comunión con Dios si caminamos en tinieblas. Porque si caminamos en la luz, como también él está en la luz, estamos en comunión los unos con los otros (1Jn 1,7). Caminemos en la luz como también él está en la luz para que podamos estar en comunión con él. 

Miércoles de la cuarta semana

"Mientras tengáis luz, creed en la luz,
para ser hijos de la luz".
(Jn 12, 36)





Seguir a Cristo, camino, verdad y vida

Y los libres y erguidos, ¿qué siguen sino la luz a la que, porque el Señor ilumina a los ciegos, oyen: Yo soy la luz del mundo; quien me sigue no caminará en las tinieblas? Somos, pues, iluminados ahora, hermanos, pues tenemos el colirio de la fe, ya que precedió su saliva con tierra para ungir a quien nació ciego (Jn 9,6). También nosotros hemos nacido de Adán ciegos y necesitamos que aquél nos ilumine. Mezcló saliva con tierra: La palabra se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1,14). Mezcló saliva con tierra; por eso está predicho: La verdad ha brotado de la tierra (Sal 84,12); por su parte, él mismo dijo: Yo soy el Camino y la Verdad y la Vida (Jn 14,6). Disfrutaremos de la verdad cuando la veamos cara a cara, porque también esto se nos promete. De hecho, ¿quién osaría esperar lo que Dios no se ha dignado prometer ni dar? Veremos cara a cara. Dice el Apóstol: Ahora conozco en parte, ahora enigmáticamente mediante espejo; en cambio, entonces cara a cara (1Cor 13,12). Y el apóstol Juan en su carta: Queridísimos, ahora somos hijos de Dios y aún no ha aparecido qué seremos; sabemos que, cuando haya aparecido, seremos similares a él porque lo veremos como es (1Jn 3,2). Ésta es una gran promesa. Si lo amas, síguelo. «Lo amo, afirmas; pero ¿por dónde lo sigo?». Si el Señor tu Dios te hubiera dicho: «Yo soy la verdad y la vida», deseoso tú de la verdad, anhelante de la vida, buscarías el camino por el que pudieras llegar a éstas y te dirías: «¡Gran cosa es la verdad, gran cosa la vida! ¡Si hubiera cómo mi alma llegase allá!». ¿Buscas por dónde? Primero óyelo decir: Yo soy el Camino. Antes de decirte a dónde, ha presentado por dónde: Yo soy el Camino, afirma. El camino ¿a dónde?Y la Verdad y la Vida. Primero dijo por dónde puedes venir, después a dónde puedes venir. Yo soy el Camino, yo soy la Verdad, yo soy la Vida. Porque permanece en el Padre es la Verdad y la Vida; por haberse vestido la carne, se hizo Camino. No se te dice: «Fatígate buscando el camino para llegar a la verdad y a la vida»; no se te dice esto. ¡Perezoso, levántate! El Camino en persona ha venido a ti y, a ti que estabas durmiendo, te ha despertado del sueño, si empero te ha despertado; ¡levántate y anda! Quizá intentas andar y no puedes porque te duelen los pies. ¿Por qué te duelen los pies? ¿No habrán corrido por asperezas, a las órdenes de la avaricia? Pero la Palabra de Dios sanó también a cojos. Afirmas: «He aquí que tengo sanos los pies, pero no veo el camino mismo». También iluminó a ciegos.


  (In Io. Ev. tr. 34, 9)


Martes de la cuarta semana

"Señor, escucha mi voz
que te grito, ten piedad de mí, respóndeme".
(Sal 26, 7)








Dios escucha al pecador que se reconoce como tal

Ignoro qué puede turbar en las palabras de aquel ciego, y tal vez a algunos que no las entienden les haga perder la esperanza. En efecto, el mismo al que se restituyó la vista, dice entre otras cosas: Nosotros sabemos que Dios no escucha a los pecadores (Jn 9,31). ¿Qué hacemos, si Dios no escucha a los pecadores? ¿Osaremos suplicar a Dios, si no escucha a los pecadores? Presentadme uno que suplique: ved que hay quien le escuche. Tráeme a aquel publicano. Acércate, publicano, acércate, ponte en el medio, muestra tu esperanza a fin de que no pierdan la esperanza los débiles. He aquí que un publicano subió con un fariseo a orar, y, con el rostro mirando al suelo, manteniéndose de pie a distancia y golpeándose el pecho, decía: ¡Señor!, ten compasión de mí, que soy pecador. Y descendió del templo hecho justo él, y no el fariseo (Lc 18,10ss.). El que dijo: ten compasión de mí, que soy pecador, ¿dijo algo verdadero o algo falso? Si dijo verdad, era pecador, y fue escuchado y fue hecho justo. Entonces, ¿qué significa lo que dijiste tú, a quien el Señor abrió los ojos, esto es: Sabemos que Dios no escucha a los pecadores? Ya estás viendo que los escucha. Pero lava tu faz interior; tenga lugar en tu corazón lo que tuvo lugar en tu cara, y verás que Dios escucha a los pecadores. Te engañó tu corazón, llevado por la fantasía. El Señor aún tiene algo que hacer en ti. Ciertamente el ciego fue excluido de la sinagoga; llegó a oídos del Señor, se acercó a él y le dijo: «¿Crees en el Hijo de Dios?»17 A lo que replicó él: —«¿Quién es, Señor, para que yo crea en él?» Veía y no veía; veía con los ojos, pero aún no en su corazón. El Señor le dice: «Le estás viendo —entiéndase con los ojos—; el que está hablando contigo, ése es». Entonces, postrándose, le adoró (Jn 0,35-38). Entonces le lavó la faz de su corazón.

Aplicaos, pues, ¡oh pecadores!, a la oración; confesad vuestros pecados; orad para que desaparezcan, orad para que disminuyan, orad para que, yendo vosotros a más, vayan ellos a menos; en todo caso, no perdáis la esperanza y, aun siendo pecadores, orad. Pues ¿quién no ha pecado? Empieza por los sacerdotes. A los sacerdotes se les dijo: Ofreced primero sacrificios por vuestros pecados, luego por el pueblo (Lev 16,6). Los sacrificios dejaban a los sacerdotes convictos de pecado, de modo que si alguno sostenía ser justo y carecer de pecado, se le respondía: «No me fijo en lo que dices sino en lo que haces; tu víctima te deja convicto: ¿por qué la ofreces por tus pecados, si no tienes ninguno? ¿O acaso mientes a Dios hasta en el sacrificio?» —«Pero tal vez eran pecadores los sacerdotes del antiguo pueblo, pero no los del nuevo». Sin duda, hermanos, porque Dios lo quiso soy sacerdote suyo, soy pecador, con vosotros me golpeo el pecho, con vosotros pido perdón, con vosotros espero tener a Dios propicio. —«Pero, tal vez los apóstoles santos, los primeros y supremos carneros del rebaño, los pastores miembros del Pastor, tal vez ellos no tenían pecado». A la verdad, también ellos lo tenían; ¡claro que lo tenían!; no les molesta que lo diga, pues ellos mismos lo confiesan. Personalmente no me atrevería a decirlo. En primer lugar, escucha al mismo Señor que dice a los apóstoles: Orad así. Igual que a los sacerdotes antiguos los dejaban convictos los sacrificios, así a estos su oración. Orad así. Y entre las otras cosas que les mandó pedir, incluyó también esta: Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores (Mt 6,9.12). ¿Qué dicen los apóstoles? A diario piden se les perdonen sus deudas. Entran deudores, salen absueltos, y vuelven de nuevo a la oración con deudas. Esta vida no está exenta de pecado, de modo que cuantas veces se ora, tantas otras se perdonan los pecados.
  (Serm 135, 5.6-6.7)