"Sólo dos se quedan allí: la miserable y la misericordia... Sola aquella mujer e idos todos, levantó sus ojos y los fijó en ella. Ya hemos oído la voz de la justicia; oigamos ahora también la voz de la mansedumbre. ¡Qué aterrada debió quedar aquella mujer cuando oyó decir al Señor: 'Quien de vosotros esté sin pecado, que lance contra ella la piedra el primero!' Mas ellos se miran a sí mismos y, con su fuga confesáronse reos, dejan sola a aquella mujer con su gran pecado en presencia de aquel que no tenía pecado... Clava en ella los ojos de la misericordia y le pregunta: '¿No te ha condenado nadie?' Contesta ella: 'Señor, nadie'. Y Él: 'Ni yo mismo te condeno'; yo mismo, de quien tal vez temiste ser castigada, porque no hallaste en mí pecado alguno"
(Comentario al evangelio de Juan 33, 4-5).
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