Martes de la cuarta semana

"Señor, escucha mi voz
que te grito, ten piedad de mí, respóndeme".
(Sal 26, 7)








Dios escucha al pecador que se reconoce como tal

Ignoro qué puede turbar en las palabras de aquel ciego, y tal vez a algunos que no las entienden les haga perder la esperanza. En efecto, el mismo al que se restituyó la vista, dice entre otras cosas: Nosotros sabemos que Dios no escucha a los pecadores (Jn 9,31). ¿Qué hacemos, si Dios no escucha a los pecadores? ¿Osaremos suplicar a Dios, si no escucha a los pecadores? Presentadme uno que suplique: ved que hay quien le escuche. Tráeme a aquel publicano. Acércate, publicano, acércate, ponte en el medio, muestra tu esperanza a fin de que no pierdan la esperanza los débiles. He aquí que un publicano subió con un fariseo a orar, y, con el rostro mirando al suelo, manteniéndose de pie a distancia y golpeándose el pecho, decía: ¡Señor!, ten compasión de mí, que soy pecador. Y descendió del templo hecho justo él, y no el fariseo (Lc 18,10ss.). El que dijo: ten compasión de mí, que soy pecador, ¿dijo algo verdadero o algo falso? Si dijo verdad, era pecador, y fue escuchado y fue hecho justo. Entonces, ¿qué significa lo que dijiste tú, a quien el Señor abrió los ojos, esto es: Sabemos que Dios no escucha a los pecadores? Ya estás viendo que los escucha. Pero lava tu faz interior; tenga lugar en tu corazón lo que tuvo lugar en tu cara, y verás que Dios escucha a los pecadores. Te engañó tu corazón, llevado por la fantasía. El Señor aún tiene algo que hacer en ti. Ciertamente el ciego fue excluido de la sinagoga; llegó a oídos del Señor, se acercó a él y le dijo: «¿Crees en el Hijo de Dios?»17 A lo que replicó él: —«¿Quién es, Señor, para que yo crea en él?» Veía y no veía; veía con los ojos, pero aún no en su corazón. El Señor le dice: «Le estás viendo —entiéndase con los ojos—; el que está hablando contigo, ése es». Entonces, postrándose, le adoró (Jn 0,35-38). Entonces le lavó la faz de su corazón.

Aplicaos, pues, ¡oh pecadores!, a la oración; confesad vuestros pecados; orad para que desaparezcan, orad para que disminuyan, orad para que, yendo vosotros a más, vayan ellos a menos; en todo caso, no perdáis la esperanza y, aun siendo pecadores, orad. Pues ¿quién no ha pecado? Empieza por los sacerdotes. A los sacerdotes se les dijo: Ofreced primero sacrificios por vuestros pecados, luego por el pueblo (Lev 16,6). Los sacrificios dejaban a los sacerdotes convictos de pecado, de modo que si alguno sostenía ser justo y carecer de pecado, se le respondía: «No me fijo en lo que dices sino en lo que haces; tu víctima te deja convicto: ¿por qué la ofreces por tus pecados, si no tienes ninguno? ¿O acaso mientes a Dios hasta en el sacrificio?» —«Pero tal vez eran pecadores los sacerdotes del antiguo pueblo, pero no los del nuevo». Sin duda, hermanos, porque Dios lo quiso soy sacerdote suyo, soy pecador, con vosotros me golpeo el pecho, con vosotros pido perdón, con vosotros espero tener a Dios propicio. —«Pero, tal vez los apóstoles santos, los primeros y supremos carneros del rebaño, los pastores miembros del Pastor, tal vez ellos no tenían pecado». A la verdad, también ellos lo tenían; ¡claro que lo tenían!; no les molesta que lo diga, pues ellos mismos lo confiesan. Personalmente no me atrevería a decirlo. En primer lugar, escucha al mismo Señor que dice a los apóstoles: Orad así. Igual que a los sacerdotes antiguos los dejaban convictos los sacrificios, así a estos su oración. Orad así. Y entre las otras cosas que les mandó pedir, incluyó también esta: Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores (Mt 6,9.12). ¿Qué dicen los apóstoles? A diario piden se les perdonen sus deudas. Entran deudores, salen absueltos, y vuelven de nuevo a la oración con deudas. Esta vida no está exenta de pecado, de modo que cuantas veces se ora, tantas otras se perdonan los pecados.
  (Serm 135, 5.6-6.7)

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