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Jueves de la cuarta semana


"Si un tiempo erais tinieblas,
 ahora sois luz en el Señor.
Comportáos pues como hijos de la luz".
(Ef 5, 8)


La luz de Dios

Esto es lo que os anunciamos: que Dios es luz y que en él no hay tinieblas. ¿Quién, en efecto, se atrevería a afirmar que en Dios hay tinieblas o a preguntar qué luz es ésa, o de qué tinieblas se trata? No sea que se refiera a cosas que pertenezcan al ámbito de estos ojos nuestros. Dios es luz, pero es luz el sol, y la luna y una lámpara -sostiene no sé quién-. Debe existir una realidad mayor que esos seres, mucho más excelente y elevada. Cuanto sobrepasa Dios a la criatura, el creador a su obra, la Sabiduría a lo hecho por ella, tanto debe sobrepasar esta luz a todas las demás cosas. Y quizá llegaremos a ser afines a ella si conocemos qué clase de luz es y nos aproximamos para que nos ilumine. Pues en nosotros somos tinieblas pero, iluminados por ella, podemos constituirnos en luz; entonces ella no nos avergonzará porque nos avergonzaremos nosotros mismos. ¿Quién es el que se avergüenza a sí mismo? Quien se reconoce pecador. ¿A quién no avergüenza ella? A quien ella ilumina. ¿En qué consiste ser iluminado por ella? Quien ve ya que los pecados le envuelven en tinieblas y desea ser iluminado por ella, se acerca a ella. Por eso dice el Salmo: Acercaos a él y quedáis iluminados y vuestros rostros no se cubrirán de vergüenza (Sal 33,6). Pero ella no te cubrirá de vergüenza si, cuando te descubra tu fealdad, esa misma fealdad te desagrada para percibir su belleza. Esto es lo que nos quiere enseñar.

Afirmas estar en comunión con Dios, pero caminas en tinieblas; por otra parte, Dios es luz y en él no hay tinieblas, ¿cómo entonces están en comunión la luz y las tinieblas? Es el momento de que el hombre se interrogue: «¿qué he de hacer, cómo puedo llegar a ser luz? Vivo envuelto en pecados e iniquidades». Parece que se le infiltra cierta desesperación y tristeza. No hay salvación más que estando en comunión con Dios. Pero Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna; los pecados, en cambio, son tinieblas como lo dice el Apóstol al afirmar que el diablo y sus ángeles son los que dirigen estas tinieblas (Ef 6,12). No diría de ellos que dirigen las tinieblas si no dirigiesen a los pecadores y dominasen sobre los inicuos.

¿Qué hacemos, hermanos míos? Hay que estar en comunión con Dios, pues, de lo contrario, no cabe esperanza alguna de vida eterna. Mas, por un lado, Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna; por otro, las iniquidades son tinieblas. Las iniquidades nos oprimen, de modo que no podemos estar en comunión con Dios. ¿Qué esperanza nos queda? ¿No os había prometido que estos días iba a hablar de algo que produjese gozo? Si no muestro ese algo gozoso, esto es sólo tristeza. De un lado, Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna; de otro los pecados son tinieblas, ¿qué será de nosotros?

Escuchemos por si acaso nos consuela, levanta nuestro ánimo y nos da esperanza que nos evite desfallecer en el camino. Pues sostenemos una carrera y una carrera hacia la patria, y, si perdemos la esperanza de llegar, la misma falta de esperanza nos hace desfallecer. Pero Dios que quiere que lleguemos a la patria para retenernos en ella, nos alimenta en el camino. Escuchemos, pues: Porque si decimos que estamos en comunión con él y caminamos en las tinieblas, mentimos y no obramos la verdad. No afirmemos que estamos en comunión con Dios si caminamos en tinieblas. Porque si caminamos en la luz, como también él está en la luz, estamos en comunión los unos con los otros (1Jn 1,7). Caminemos en la luz como también él está en la luz para que podamos estar en comunión con él. 

Miércoles de la cuarta semana

"Mientras tengáis luz, creed en la luz,
para ser hijos de la luz".
(Jn 12, 36)





Seguir a Cristo, camino, verdad y vida

Y los libres y erguidos, ¿qué siguen sino la luz a la que, porque el Señor ilumina a los ciegos, oyen: Yo soy la luz del mundo; quien me sigue no caminará en las tinieblas? Somos, pues, iluminados ahora, hermanos, pues tenemos el colirio de la fe, ya que precedió su saliva con tierra para ungir a quien nació ciego (Jn 9,6). También nosotros hemos nacido de Adán ciegos y necesitamos que aquél nos ilumine. Mezcló saliva con tierra: La palabra se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1,14). Mezcló saliva con tierra; por eso está predicho: La verdad ha brotado de la tierra (Sal 84,12); por su parte, él mismo dijo: Yo soy el Camino y la Verdad y la Vida (Jn 14,6). Disfrutaremos de la verdad cuando la veamos cara a cara, porque también esto se nos promete. De hecho, ¿quién osaría esperar lo que Dios no se ha dignado prometer ni dar? Veremos cara a cara. Dice el Apóstol: Ahora conozco en parte, ahora enigmáticamente mediante espejo; en cambio, entonces cara a cara (1Cor 13,12). Y el apóstol Juan en su carta: Queridísimos, ahora somos hijos de Dios y aún no ha aparecido qué seremos; sabemos que, cuando haya aparecido, seremos similares a él porque lo veremos como es (1Jn 3,2). Ésta es una gran promesa. Si lo amas, síguelo. «Lo amo, afirmas; pero ¿por dónde lo sigo?». Si el Señor tu Dios te hubiera dicho: «Yo soy la verdad y la vida», deseoso tú de la verdad, anhelante de la vida, buscarías el camino por el que pudieras llegar a éstas y te dirías: «¡Gran cosa es la verdad, gran cosa la vida! ¡Si hubiera cómo mi alma llegase allá!». ¿Buscas por dónde? Primero óyelo decir: Yo soy el Camino. Antes de decirte a dónde, ha presentado por dónde: Yo soy el Camino, afirma. El camino ¿a dónde?Y la Verdad y la Vida. Primero dijo por dónde puedes venir, después a dónde puedes venir. Yo soy el Camino, yo soy la Verdad, yo soy la Vida. Porque permanece en el Padre es la Verdad y la Vida; por haberse vestido la carne, se hizo Camino. No se te dice: «Fatígate buscando el camino para llegar a la verdad y a la vida»; no se te dice esto. ¡Perezoso, levántate! El Camino en persona ha venido a ti y, a ti que estabas durmiendo, te ha despertado del sueño, si empero te ha despertado; ¡levántate y anda! Quizá intentas andar y no puedes porque te duelen los pies. ¿Por qué te duelen los pies? ¿No habrán corrido por asperezas, a las órdenes de la avaricia? Pero la Palabra de Dios sanó también a cojos. Afirmas: «He aquí que tengo sanos los pies, pero no veo el camino mismo». También iluminó a ciegos.


  (In Io. Ev. tr. 34, 9)


Martes de la cuarta semana

"Señor, escucha mi voz
que te grito, ten piedad de mí, respóndeme".
(Sal 26, 7)








Dios escucha al pecador que se reconoce como tal

Ignoro qué puede turbar en las palabras de aquel ciego, y tal vez a algunos que no las entienden les haga perder la esperanza. En efecto, el mismo al que se restituyó la vista, dice entre otras cosas: Nosotros sabemos que Dios no escucha a los pecadores (Jn 9,31). ¿Qué hacemos, si Dios no escucha a los pecadores? ¿Osaremos suplicar a Dios, si no escucha a los pecadores? Presentadme uno que suplique: ved que hay quien le escuche. Tráeme a aquel publicano. Acércate, publicano, acércate, ponte en el medio, muestra tu esperanza a fin de que no pierdan la esperanza los débiles. He aquí que un publicano subió con un fariseo a orar, y, con el rostro mirando al suelo, manteniéndose de pie a distancia y golpeándose el pecho, decía: ¡Señor!, ten compasión de mí, que soy pecador. Y descendió del templo hecho justo él, y no el fariseo (Lc 18,10ss.). El que dijo: ten compasión de mí, que soy pecador, ¿dijo algo verdadero o algo falso? Si dijo verdad, era pecador, y fue escuchado y fue hecho justo. Entonces, ¿qué significa lo que dijiste tú, a quien el Señor abrió los ojos, esto es: Sabemos que Dios no escucha a los pecadores? Ya estás viendo que los escucha. Pero lava tu faz interior; tenga lugar en tu corazón lo que tuvo lugar en tu cara, y verás que Dios escucha a los pecadores. Te engañó tu corazón, llevado por la fantasía. El Señor aún tiene algo que hacer en ti. Ciertamente el ciego fue excluido de la sinagoga; llegó a oídos del Señor, se acercó a él y le dijo: «¿Crees en el Hijo de Dios?»17 A lo que replicó él: —«¿Quién es, Señor, para que yo crea en él?» Veía y no veía; veía con los ojos, pero aún no en su corazón. El Señor le dice: «Le estás viendo —entiéndase con los ojos—; el que está hablando contigo, ése es». Entonces, postrándose, le adoró (Jn 0,35-38). Entonces le lavó la faz de su corazón.

Aplicaos, pues, ¡oh pecadores!, a la oración; confesad vuestros pecados; orad para que desaparezcan, orad para que disminuyan, orad para que, yendo vosotros a más, vayan ellos a menos; en todo caso, no perdáis la esperanza y, aun siendo pecadores, orad. Pues ¿quién no ha pecado? Empieza por los sacerdotes. A los sacerdotes se les dijo: Ofreced primero sacrificios por vuestros pecados, luego por el pueblo (Lev 16,6). Los sacrificios dejaban a los sacerdotes convictos de pecado, de modo que si alguno sostenía ser justo y carecer de pecado, se le respondía: «No me fijo en lo que dices sino en lo que haces; tu víctima te deja convicto: ¿por qué la ofreces por tus pecados, si no tienes ninguno? ¿O acaso mientes a Dios hasta en el sacrificio?» —«Pero tal vez eran pecadores los sacerdotes del antiguo pueblo, pero no los del nuevo». Sin duda, hermanos, porque Dios lo quiso soy sacerdote suyo, soy pecador, con vosotros me golpeo el pecho, con vosotros pido perdón, con vosotros espero tener a Dios propicio. —«Pero, tal vez los apóstoles santos, los primeros y supremos carneros del rebaño, los pastores miembros del Pastor, tal vez ellos no tenían pecado». A la verdad, también ellos lo tenían; ¡claro que lo tenían!; no les molesta que lo diga, pues ellos mismos lo confiesan. Personalmente no me atrevería a decirlo. En primer lugar, escucha al mismo Señor que dice a los apóstoles: Orad así. Igual que a los sacerdotes antiguos los dejaban convictos los sacrificios, así a estos su oración. Orad así. Y entre las otras cosas que les mandó pedir, incluyó también esta: Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores (Mt 6,9.12). ¿Qué dicen los apóstoles? A diario piden se les perdonen sus deudas. Entran deudores, salen absueltos, y vuelven de nuevo a la oración con deudas. Esta vida no está exenta de pecado, de modo que cuantas veces se ora, tantas otras se perdonan los pecados.
  (Serm 135, 5.6-6.7)

Lunes de la cuarta semana

"Y este es el juicio: la luz ha venido al mundo
pero los hombres han preferido las tinieblas a la luz,
porque sus obras eran malvadas".
(Jn 3, 19)






Corramos a Cristo para recibir la luz

Cristo, en efecto, vino al mundo como Salvador. En cierto lugar dice también: Pues el Hijo del hombre no ha venido para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él (Jn 3,17). Por tanto, si vino también para salvar, son aceptables las otras palabras en que dice haber venido para que quienes no ven vean. Pero lo otro: Para que los que ven se queden ciegos, suena muy duro. Pero, si lo entendemos, no es duro, sino puro. Para entender cuán verdadero es lo que dijo, poned vuestros ojos en aquellos dos que oraban en el templo. El fariseo veía, el publicano estaba ciego. ¿Qué significa ese «veía»? Creía que veía; se gloriaba del hecho de ver, es decir, de su justicia; el otro, en cambio, estaba ciego, puesto que confesaba sus pecados. Aquél se jactaba de sus méritos, éste reconoció sus pecados. 
Corran, pues, a Cristo los ciegos para recibir la vista. Cristo es realmente luz en el mundo, incluso en medio de hombres pésimos. Se han realizado milagros divinos, y nadie ha hecho milagros desde el comienzo del género humano sino aquel a quien dice la Escritura: El único que hace maravillas (Sal 71,18). ¿Por qué se dijo: El único que hace maravillas, sino porque, cuando él quiere hacerlas, no tiene necesidad de hombre alguno? En cambio, cuando el hombre las hace, tiene necesidad de Dios. Sólo él ha hecho maravillas. ¿Por qué? Porque el Hijo es Dios en la Trinidad con el Padre y el Espíritu Santo, ciertamente el único Dios que hace maravillas. Ahora bien, también los discípulos de Cristo hicieron obras maravillosas, pero ninguno en solitario. ¿Qué obras maravillosas hicieron también ellos? Según está escrito en los Hechos de los Apóstoles, los enfermos deseaban tocar la orla de sus vestidos, y los que la tocaban quedaban curados; los enfermos yacentes en sus lechos querían que les tocase su sombra al pasar15. ¡Qué maravillas hicieron, pero ninguno de ellos las hizo él solo! Escucha a su Señor: sin mí no podéis hacer nada (Jn 15,5)
Por tanto, amadísimos, amemos al patriarca como a patriarca, al profeta como a profeta, al apóstol como a apóstol, al mártir como a mártir; a Dios, sin embargo, por encima de todas las cosas, y presumamos de que sólo él, sin duda alguna, nos salvará. Pueden ayudarnos las oraciones de los santos, que recibieron de Dios ser beneméritos, sin que antecediera mérito alguno propio, puesto que los méritos de cualquier santo son dones de Dios. Dios obra en la luz y en la oscuridad, en las cosas visibles y en los corazones. Él hace maravillas en su templo cuando las hace en los hombres santos. En efecto, todos los santos se funden en unidad gracias al fuego de la caridad y constituyen un único templo para Dios; son un único templo cada uno en particular y todos en conjunto.

 (Serm. 136/B, 2-3)

Domingo de la cuarta semana de cuaresma

"Jesús les dijo: Yo soy la luz del mundo
quien me sigue no camina en tienieblas
sino que tendrá la luz de la vida".
(Jn 8, 12)


Las obras que nuestro Señor Jesucristo hizo entonces en los cuerpos las hace ahora en los corazones. Aunque en modo alguno cesa de realizarlas también en los cuerpos, es mucho más grande lo que hace en los corazones. En efecto, si es cosa grande ver la luz del cielo, ¡cuánto más lo es ver la luz de Dios! Para esto precisamente, para ver la luz que es Dios, son sanados, abiertos y purificados los ojos del corazón. Dios —dice la Escritura— es luz y en él no hay tiniebla alguna (1Jn 1,5), y el Señor en el Evangelio: Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5,8). Por tanto, quienes nos extrañamos admirados de que este ciego vea, supliquemos con cuantas fuerzas que el Señor nos otorgue, la curación y purificación de nuestros corazones. Si son buenas las costumbres, los corazones están ya purificados. Pues ¿de qué sirve el verse purificados de los pecados en la fuente sagrada, si en seguida nos manchamos con pésimas costumbres?
Los distintos momentos de esta acción del Señor por la que otorgó la vista al ciego, nos invita a considerar algo grande y obligado. En efecto, el Señor Jesucristo podía —¿quién hay que le niegue ese poder?— tocar los ojos del ciego sin saliva ni lodo y devolverle o, mejor, darle la vista al instante. Estaba en su poder. ¿Por qué digo: si le hubiese tocado con la mano? ¿Qué no hubiese podido hacer con la sola palabra si lo hubiese mandado? ¿Qué no puede hacer la Palabra con la palabra? Pues no se trata de cualquier palabra, sino de ésta: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Esta Palabra, que en el principio era Dios junto a Dios, se hizo carne para habitar entre nosotros (Jn 1,1-2,14) (...)el Señor, al curar a este ciego de nacimiento, en el que se figuraba al género humano, ciego también de nacimiento, guardó un procedimiento preciso. El Señor escupió en la tierra, hizo lodo y el Señor le untó los ojos con saliva. La tierra significa a los profetas; Efectivamente, esta tierra fue enviada delante, pues ¿qué otra cosa son los profetas sino tierra? Siendo en verdad hombres hechos de tierra, recibieron el Espíritu del Señor y ungieron al pueblo de Dios. Tenían la profecía, pero aún no veían.
Pero mira ahora adónde fue enviado para que lavara su cara. A la piscina de Siloé. ¿Qué significa Siloé? Es un bien que no lo haya callado el evangelista: que significa «enviado» (Jn 9,7). ¿Quién ha sido enviado sino aquel de quien se dijo: He aquí el cordero de Dios? En él se lava la cara, y quien había sido untado adquiere la vista, porque en Cristo el Señor se ha hecho realidad toda profecía.
Quien no conoce a Cristo camina untado solamente. Ahora bien, el procedimiento seguido primeramente con relación a los ojos de este hombre, se mantuvo también con relación a su corazón.Prestad atención a la pregunta que le hicieron los judíos: ¿Qué dices de ese hombre? Digo—respondió— que es un profeta (Jn 9,17). Aún no había lavado la faz de su corazón en Siloé. Sus ojos ya estaban abiertos, pero su corazón estaba todavía untado, cuando ya había lavado la cara. Respondió como pudo, como quien está untado y aún no ve. Mostró hallarse untado, evidentemente, en su corazón, a la vez que la apertura de los ojos de su carne.

Tratemos de encontrar, pues, al ciego, con los ojos ya abiertos, pero aún no untado en su corazón, en el momento en que se lava la cara. Los furiosos judíos, vencidos y convictos, ciegos de cólera hacia el que ya veía, lo arrojaron fuera. Cuando lo arrojaron fuera, fue precisamente cuando entró allí de donde no podrían arrojarle fuera los judíos presentes en la casa de Dios. Así, pues, expulsado fuera, encontró al Señor en el templo, quien le dijo: ¿Crees tú en el Hijo de Dios? —en efecto, conocía quién había dado la vista a su cuerpo, aunque aún tenía que recibirla en el corazón. Ahora lava la faz de su corazón, ahora viene a Siloé, porque ahora entiende que es el Unigénito enviado—. Como un untado que aún no ve, le respondió: ¿Quién es, Señor, para creer en él? Y el Señor a su vez:Le has visto; el que está hablando contigo, ése es. Darle estas palabras equivale a lavarle la cara. Por último, ya acabada de lavar la cara, viendo en su corazón, dijo: Creo, Señor; y, postrándose, lo adoró (Jn 9,34-38)..
(Sermo 136/C, 1-3.5)

Mirar - El signo de la cuarta semana

La imagen del ciego de nacimiento y de la ceguera de los fariseos, incapaces de reconocer la bendición de Dios en la persona de Jesús, os acompaña esta semana.

La naturaleza humana nos hace juzgar por apariencias, equivocarnos al valorar. Pero Dios sana esta ceguera de nacimiento desde nuestra propia naturaleza. No nos transforma en "super hombres", sino que se hace hombre para que seamos capaces de mirar como mira Él.

Sábado III Semana de Cuaresma

"Os exhorto, hermanos, a presentar vuestros cuerpos
como hostia viva, santa, agradable a Dios;
este es vuestro culto espiritual".
(Rom 12, 1)






El sacrificio de la comunidad cristiana


Así, pues, el verdadero sacrificio es toda obra hecha para unirnos a Dios en santa alianza, es decir, referido a la meta de aquel bien que puede hacernos de verdad felices. Y así, aun la misericordia con que se socorre al hombre, si no se hace por Dios, no es sacrificio. Pues aunque sea hecho u ofrecido por el hombre, el sacrificio es una obra divina. Tal es el significado que aun los latinos antiguos dieron a esta palabra. De ahí viene que el mismo hombre, consagrado en nombre de Dios y ofrecido a Dios, en cuanto muere para el mundo a fin de vivir para Dios, es sacrificio. Pues esto pertenece a la misericordia que cada uno practica para sí mismo. Por eso está escrito: Compadécete de tu alma haciéndola agradable a Dios (Sir 30,24).
También es sacrificio el castigo que infligimos a nuestro cuerpo por la templanza si, como debemos, lo hacemos por Dios, a fin de no usar de nuestros miembros como arma de iniquidad para el pecado, sino como arma de justicia para Dios. Exhortándonos a esto dice el Apóstol: Por ese cariño de Dios os exhorto, hermanos, a que ofrezcáis vuestra propia existencia como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios, como vuestro culto auténtico (rom 12,1). Si el cuerpo, pues, de que usa el alma como un siervo inferior o como un instrumento, cuando su uso bueno y recto se refiere a Dios, es sacrificio, ¿cuánto más se hace sacrificio la misma alma cuando se refiere a Dios, para que, encendida en el fuego de su amor, pierda la forma de la concupiscencia del siglo, y se reforme como sometida a la forma inconmutable, resultándole así agradable por ser iluminada de su hermosura? Esto mismo añade el Apóstol de inmediato: Y no os amoldéis al mundo éste, sino id transformándoos con la nueva mentalidad para ser vosotros capaces de distinguir lo que es voluntad de Dios, lo bueno, conveniente y acabado (Rom 12,2).
Los verdaderos sacrificios, pues, son las obras de misericordia, sea para con nosotros mismos, sea para con el prójimo; obras de misericordia que no tienen otro fin que librarnos de la miseria y así ser felices; lo cual no se consigue sino con aquel bien, del cual está escrito: Para mí lo bueno es estar junto a Dios (Sal 72,28). De aquí ciertamente se sigue que toda la ciudad redimida, o sea, la congregación y sociedad de los santos, se ofrece a Dios como un sacrificio universal por medio del gran Sacerdote, que en forma de esclavo se ofreció a sí mismo por nosotros en su pasión, para que fuéramos miembros de tal Cabeza; según ella, es nuestro Mediador, en ella es sacerdote, en ella es sacrificio.

Por eso nos exhortó el Apóstol a ofrecer nuestros propios cuerpos como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios, como nuestro culto auténtico, y a no amoldarnos a este mundo, sino a irnos transformando con la nueva mentalidad; y para demostrarnos cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, conveniente y agradable, ya que el sacrificio total somos nosotros mismos, dice: En virtud del don que he recibido, aviso a cada uno de vosotros, sea quien sea, que no se tenga en más de lo que hay que tenerse, sino que se tenga en lo que debe tenerse, según el cupo de fe que Dios haya repartido a cada uno. Porque en el cuerpo, que es uno, tenemos muchos miembros, pero no todos tienen la misma función; lo mismo nosotros, con ser muchos, unidos a Cristo formamos un solo cuerpo, y respecto de los demás, cada uno es miembro, pero con dotes diferentes, según el regalo que Dios nos haya hecho. Éste es el sacrificio de los cristianos: unidos a Cristo formamos un solo cuerpo (Rom 12,3-5). Éste es el sacramento tan conocido de los fieles que también celebra asiduamente la Iglesia, y en él se le demuestra que es ofrecida ella misma en lo que ofrece.
(Civ Dei X, 6)

Viernes III Semana de Cuaresma

"Un espíritu humillado es sacrificio a Dios,
un corazón desgarrado y humillado, Dios no lo desprecias".
(Sal 51, 19)




Hacer el bien es el verdadero sacrificio

 Por consiguiente, hemos de estar convencidos de que Dios no necesita no sólo del ganado ni de cualquier otra cosa corruptible o terrena, sino ni siquiera de la misma justicia del hombre; y todo aquello con que se da culto a Dios cede en provecho del hombre, no de Dios. Como nadie pensará que favorece a la fuente, cuando bebe, o a la luz, cuando ve.Ni el hecho de los sacrificios hechos por los antepasados en las víctimas de los animales, que hoy lee el pueblo de Dios y ya no practica, se ha de pensar significaba otra cosa que por aquellas cosas se significaba lo que se realiza en nosotros para unirnos a Dios y conducir al mismo fin a nuestro prójimo. El sacrificio visible, pues, es el sacramento o signo sagrado del sacrificio invisible. Por eso dice el penitente en el profeta, o el mismo profeta, buscando tener propicio a Dios por sus pecados: Si hubieras querido un sacrificio, te lo hubiera ofrecido; Tú no te deleitarás con los holocaustos. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado Tú no lo desprecias (Sal 50,18-19) Veamos cómo donde dice que Dios no quiere sacrificio, allí muestra que sí lo quiere. No quiere el sacrificio del animal muerto, pero quiere el sacrificio del corazón contrito.
Por eso se dice en otro lugar de otro salmo: Si tuviera hambre, no te lo diría; pues el orbe y cuanto lo llena es mío. ¿Comeré yo carne de toros, beberé sangre de cabritos? Como si dijera: Si me fueran ciertamente necesarios, no te pediría a ti lo que está en mi poder. Luego, añadiendo lo que significan, dice: Ofrece a Dios un sacrificio de alabanza, cumple tus votos al Altísimo e invócame el día del peligro: yo te libraré, y tú me darás gloria (Sal 49,14-15)

.También en la epístola a los Hebreos se dice: No os olvidéis de la solidaridad y de hacer el bien, que tales sacrificios son los que agradan a Dios (Heb 13,16). Por eso aquel texto quiero lealtad, no sacrificios (Os 6,6) debe entenderse como la preferencia de un sacrificio sobre el otro, ya que lo que todos llaman sacrificio es el signo del verdadero sacrificio. Pero la misericordia es el verdadero sacrificio
 (Civ Dei X, 5)

Jueves III Semana de Cuaresma

"No quieres sacrificio ni ofrenda…
Por eso he dicho: Aquí estoy.
Señor, esto deseo,
tu Ley en lo profundo de mi corazón".
(Sal 40, 7.8.9)




El culto verdaderamente agradable a Dios


A éste le debemos el servicio, llamado en griego λατρεία, ya en algunos ritos sagrados, ya en nosotros mismos. Somos, en efecto, todos a la vez y cada uno en particular, templos suyos, ya que se digna morar en la concordia de todos y en cada uno en particular (1Cor 3,16-17), sin ser mayor en todos que en cada uno, puesto que ni se distiende por la masa ni disminuye por la participación. Cuando nuestro corazón se levanta a Él, se hace su altar: lo aplacamos con el sacerdocio de su primogénito; le ofrecemos víctimas cruentas cuando por su verdad luchamos hasta la sangre; le ofrecemos suavísimo incienso cuando en su presencia estamos abrasados en religioso y santo amor; le ofrendamos y devolvemos sus dones en nosotros, y a nosotros mismos en ellos; en las fiestas solemnes y determinados días le dedicamos y consagramos la memoria de sus beneficios a fin de que con el paso del tiempo no se nos vaya introduciendo solapadamente el olvido; con el fuego ardiente de caridad le sacrificamos la hostia de humildad y alabanza en el ara de nuestro cuerpo. Para llegar a verlo como Él puede ser visto, y para unirnos a Él, nos purificamos de toda mancha de pecado y malos deseos, y nos consagramos en su nombre. Él es fuente de nuestra felicidad, es meta de nuestro apetito. Eligiéndolo a Él, o mejor reeligiéndolo, pues lo habíamos perdido por negligencia; reeligiéndolo a Él, de donde procede el nombre de «religión», tendemos a Él por amor para descansar cuando lleguemos; y de este modo somos felices, porque en aquella meta alcanzamos la perfección. Nuestro bien, sobre cuya meta tal debate hay entre los filósofos, no es otro que unirnos a Él: su abrazo incorpóreo, si se puede hablar así, fecunda el alma inmortal y la llena con verdaderas virtudes. Se nos manda amar este bien con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. A este bien debemos llevar a los que amamos y ser llevados por los que nos aman. Así se cumplen los dos mandamientos en que consiste la Ley y los Profetas: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, y con toda su mente, y Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Mt 22,32-37) Para que el hombre supiese amarse se le puso delante la meta, adonde tenía que dirigir todo lo que hacía para ser feliz. Y esta meta es unirse a Dios (Sal 72,28). Ahora bien, cuando se manda a uno, que sabe amarse a sí mismo, que ame al prójimo como a sí mismo, ¿qué otra cosa se le manda sino que le recomiende, cuando puede, que ame a Dios? Éste es el culto de Dios; ésta, la verdadera religión; ésta, la piedad recta; ésta, la servidumbre debida sólo a Dios.
(Civ Dei X, 3.2)

Miércoles - III semana

"Buscad primero el reino de Dios y su justicia,
y todo lo demás se os dará por añadidura".
(Mt 6, 33)








Cristo habita en el hombre interior

De todos modos, este esperad en el Señor está expresado de una manera un tanto misteriosa. ¿Cuál es el objeto de la espera, sino el bien? Pero como cada cual pretende pedirle a Dios el bien que ama, y como, por otra parte, no resulta nada fácil encontrar personas que amen los bienes interiores, o sea, tocantes al hombre interior -los únicos que hay que amar, porque del resto sólo hay que hacer uso para subvenir las necesidades perentorias, no para recabar gozo-, tras haber dicho esperad en el Señor, sorprendentemente añadió: Hay muchos que dicen: ¿quién nos hará ver el bien? Este apóstrofe y esta pregunta se la formulan a diario todos los tontos y malvados por dos motivos: primero, porque anhelan la paz y la tranquilidad de la vida mundana y no la encuentran a causa de la degeneración de la raza humana, teniendo al mismo tiempo la osadía de criticar la situación real del mundo cuando, arropados en sus propios merecimientos, estiman que cualquier tiempo pasado fue mejor. Segundo, cuando dudan o desesperan de la vida futura que nos está prometida y repiten con machaconería: ¿Quién sabe si todo eso es verdad? ¿Quién ha vuelto de entre los muertos para decirnos que todo eso es así? De manera espléndida, pero en síntesis, el profeta ha puesto de relieve a los que tienen una visión interior cuáles son los bienes que deben constituir objeto de su búsqueda, dando respuesta a la pregunta de aquellos que dicen: ¿quién nos hará ver el bien? Y sigue diciéndoles: La luz de tu rostro, Señor, está grabada en nosotros. Esta luz es el bien total y auténtico del hombre, oculta a los ojos, pero visible a la razón. Y dijo grabada en nosotros, usando el símil de las monedas, que llevan acuñada la efigie del rey. En efecto, el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios (Gen 1,26), pero la echó a perder con el pecado. Por tanto, el bien verdadero y eterno del hombre es troquelar esa moneda mediante la regeneración, o sea, volviendo a nacer. (...)  Has puesto en mi corazón la alegría. No deben buscar fuera esta alegría quienes, siendo aún pesados de corazón, aman la falsedad y buscan el engaño. Deben buscarla dentro, donde está grabada la imagen de tu rostro. Cristo habita en el hombre interior (Ef 3,17), en expresión del Apóstol. Competencia de Cristo es ver la verdad, pues fue él quien dijo: Yo soy la verdad (Jn 14,6).

Pero los hombres que van en pos de las realidades temporales -y realmente son muchos-, al no ser capaces de ver dentro de sí mismos los bienes auténticos y garantizados, no saben sino repetir: ¿Quién nos hará ver el bien?
(En. in Ps. 4, 8-9)

Martes - III semana

"Venid los sedientos todos, acudid por agua
quien no tenga dinero venga igualmente,
comprad y comed sin dinero
vino y leche de balde".
(Is 55, 1)






La justa sed de Dios

Mi alma tiene sed de ti. He aquí el desierto de Idumea. Mirad cómo aquí siente sed, pero fijaos cómo esta sed es buena: Tiene sed de ti. Porque hay quienes tienen sed, pero no de Dios. Todo el que desea conseguir alguna cosa, arde en deseos de ella: este deseo es la sed del alma. Y fijaos cuántos deseos hay en el corazón de los hombres: uno desea oro, otro plata; éste desea propiedades, aquél otro herencias; uno dinero en abundancia, el otro abundantes ganados; éste desea una casa grande, el otro tener una esposa; uno honores, el otro hijos. Ya veis cómo todos estos deseos están en el corazón del hombre. Todos los hombres arden en estos deseos; y apenas se encuentra uno que diga: Mi alma tiene sed de ti. Tienen los hombres sed del mundo, sin darse cuenta de que se encuentran en el desierto, donde su alma debe sentir sed de Dios.

Debemos, pues, estar sedientos de la sabiduría, debemos estar sedientos de la justicia. Y no nos saciaremos de ella, ni sentiremos su hartura, hasta que termine esta vida, y se cumplan en nosotros las promesas de Dios. Dios nos ha prometido que seremos como los ángeles. y los ángeles no tienen sed como la sentimos nosotros ahora, ni tienen hambre como nosotros; están saciados de verdad, de luz, de sabiduría inmortal. Por eso son felices; y lo son con una tan grande felicidad porque están en aquella ciudad, la Jerusalén celestial, hacia la que nosotros vamos ahora caminando, y ellos nos ven como desterrados, se compadecen de nosotros, y por mandato del Señor nos prestan auxilio para que volvamos en algún momento a aquella patria común, y allí, junto con ellos, nos saturemos por fin de la verdad y la eternidad en la fuente que el Señor nos tiene preparada. Que ahora nuestra alma tenga sed. ¿Pero cómo tendrá sed nuestra carne, y esto de una manera ardiente y ansiosa? Y mi carne, dice, está suspirando ansiosamente por ti. Tiene esto sentido porque a nuestra carne también se le ha prometido la resurrección. Así como a nuestra alma se le promete la felicidad, así también a nuestro cuerpo se le promete la resurrección. Sí, esa resurrección de la carne se nos ha prometido; oídlo y aprendedlo, guardad en la memoria cuál es la esperanza de los cristianos, por qué somos cristianos. No somos cristianos para alcanzar con nuestras súplicas una felicidad terrena, que poseen incluso muchos ladrones y delincuentes. No, los cristianos estamos destinados a otra felicidad, que la recibirnos cuando la vida de este mundo haya pasado completamente. Así que también se nos promete la resurrección de la carne, pero una resurrección tal, que este cuerpo que ahora llevamos, al final resucitará. No, no os parezca increíble. Porque si Dios nos ha creado a nosotros, que no existíamos, ¿le será muy costoso reparar lo que éramos? […] La resurrección de la carne que se nos promete, es tal, que aunque resucite la misma carne que ahora tenemos, no va a ser corruptible como lo es ahora. 
(En. in Ps. 62, 5-6)

Lunes III semana

"¡Qué preciosa es tu gracia, oh Dios!
En ti está la fuente de la vida,
tu luz nos hace ver la luz".
(Sal 36, 8.10)




La dulzura interior por Dios


Ánimo, hermanos, tratad de comprender mi anhelo, haceos partícipes conmigo de este mi deseo; tengamos juntos este amor, juntos tengamos esta sed ardiente, corramos juntos a la fuente para comprender. Suspiremos como el ciervo por la fuente, pero no la fuente del bautismo, que los catecúmenos desean para alcanzar el perdón de sus pecados, sino como ya bautizados, suspiremos por la otra fuente de que habla la Escritura: Porque en ti está la fuente de la vida. Sí, él es la fuente, él es la luz; porque tu luz nos hace ver la luz (Sal 35,10). Si es la fuente y es la luz, con toda razón es también la sabiduría, puesto que sacia el alma ávida de saber; y todo aquel que entiende, es iluminado por una cierta luz no material, no corporal, no exterior, sino interior. Porque existe, hermanos, una luz interior que no la tienen los que no comprenden. Por eso el Apóstol, a los que anhelan esta fuente de vida, y algo perciben de ella, les dirige la palabra el Apóstol con esta recomendación: No viváis ya más como los paganos, que tienen la mente vacía, a oscuras en sus pensamientos, ajenos a la vida de Dios, por la ignorancia que hay en ellos, por la ceguera de su corazón (Ef 4,17-18). Si éstos están a oscuras en su mente, es decir, porque no entienden, andan a ciegas; y por tanto, los que entienden, son iluminados. Corre hacia las fuentes, suspira por las fuentes de agua. En Dios está la fuente de la vida, una fuente inagotable; y su luz es una luz que nunca se oscurece. Suspira por esta luz, por esa fuente y esa luz que tus ojos no conocen. Cuando se ve con esta luz, se habilita tu ojo interior; cuando bebes de esta fuente, la sed interior se inflama. Corre hacia la fuente, suspira por la fuente; pero no de cualquier modo, no corras como cualquier animal: corre como el ciervo. ¿Qué significa como el ciervo? No lo hagas con lentitud; corre veloz, anhela con prontitud la fuente.
 (En. in Ps. 41, 2)

Domingo III semana

"Si alguno tiene sed, que venga
y beba quien cree en mí".
(Jn 7, 37-38)





Jesús y la Samaritana

Jesús, pues, fatigado del viaje, estaba sentado así sobre la fuente. Era como la hora sexta (Jn 4,6). Ya comienzan los misterios, pues no en vano se fatiga Jesús; no en vano se fatiga la Fuerza de Dios; no en vano se fatiga quien reanima a los fatigados; no en vano se fatiga quien, si nos abandona, nos fatigamos; si está presente, nos afianzamos. Se fatiga empero Jesús y se fatiga del viaje, se sienta; se sienta junto al pozo, y fatigado se sienta a la hora sexta. Todo eso insinúa algo, quiere indicar algo, llama nuestra atención, nos exhorta a aldabear. Abra, pues, a mí y a vosotros quien se dignó exhortar, diciendo: Aldabead y se os abrirá (Mt 7,7). Por ti está Jesús fatigado del viaje. Hallamos a Jesús fuerte y hallamos a Jesús débil; a Jesús fuerte y débil: fuerte porque en el principio existía la Palabra, y la Palabra existía en Dios, y la Palabra era Dios; ésta existía al principio en Dios. ¿Quieres ver cuán fuerte es ese Hijo de Dios? Todo se hizo mediante ella, y sin ella no se hizo nada todo se hizo sin esfuerzo. ¿Qué, pues, más fuerte que ese mediante quien todo se hizo sin esfuerzo? ¿Quieres conocer que es débil? La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. La fortaleza de Cristo te creó y la debilidad de Cristo te reanimó. La fortaleza de Cristo hizo que existiera lo que no existía; la debilidad de Cristo hizo que lo que existía no pereciese. Con su fortaleza nos creó, con su debilidad nos buscó.
llega una mujer, forma de la Iglesia, no ya justificada, sino por justificar ya, porque de ello trata la conversación. Viene ignorante, lo halla y con ella se desarrolla algo. Veamos qué, veamos por qué. Llega una mujer de Samaría a sacar agua (Jn 4,7).
Le dice Jesús: Dame de beber. Por cierto, sus discípulos se habían ido a la ciudad a comprar alimentos. Le dice, pues, la mujer samaritana: ¿Cómo tú, aunque eres judío, me pides de beber a mí, que soy mujer samaritana? Los judíos, en efecto, no se tratan con samaritanos (Jn 4,7-9). Veis que son extranjeros: en absoluto usaban sus recipientes los judíos. Y, precisamente porque la mujer llevaba un recipiente con que sacar agua, se extrañó de que un judío le pedía de beber, cosa que no solían hacer los judíos. Ahora bien, quien pedía de beber, tenía sed de la fe de esa misma mujer.
Finalmente oye quién pide de beber. Respondió Jesús y le dijo: Si conocieras el don de Dios y quién es quien te dice: «Dame de beber», tú le habrías tal vez pedido y él te habría dado agua viva. Pide de beber y promete beber. Necesita como para recibir, y está sobrado como para saciar. Si conocieras, dice, el don de Dios. El don de Dios es el Espíritu Santo. Pero a la mujer habla todavía veladamente y poco a poco entra en su corazón. Tal vez instruye ya, pues ¿qué más suave y amable que esta exhortación? Si conocieras el don de Dios y quién es quien te dice: «Dame de beber», tú le habrías tal vez pedido y él te habría dado agua viva.
Sin embargo, la mujer afirma indecisa: Señor, no tienes con qué sacar, y el pozo es hondo (Jn 4,11). Ved cómo entendió ella el agua viva, o sea, el agua que había en aquella fuente: «Tú quieres darme agua viva y yo llevo con qué sacar, mas tú no llevas. El agua viva está ahí; ¿cómo vas a dármela?». Porque entiende y saborea carnalmente otra cosa, aldabea en cierto modo, para que el Maestro abra lo que está cerrado. Aldabeaba con ignorancia, no con afán; todavía es digna de lástima, aún no ha de instruírsela.
Sin embargo, la mujer está aún centrada en la carne. Le complació no tener sed y suponía que el Señor le había prometido esto según la carne. 
Prometía, pues, cierta comida sustanciosa y la saciedad del Espíritu Santo, y ella no entendía aún y, al no entender, ¿qué respondía? Le dice la mujer: Señor, dame esta agua para que no tenga sed ni venga acá a sacar (Jn 4,15). La carencia forzaba al esfuerzo y la debilidad rehusaba el esfuerzo. ¡Ojalá oyera: Venid a mí todos los que os fatigáis y estáis abrumados, y yo os devolveré las fuerzas! De hecho, se lo decía Jesús para que ya no se fatigase. Pero ella no entendía aún.
(In Io. Ev. tr. 15, 6.10-17)



Beber - El signo de la tercera semana

 El agua es la vida. Más de la mitad de nuestro cuerpo es agua y sin ella no sobreviviríamos ni una semana. Y sin embargo, para muchos de nosotros - sobre todo en el norte - es algo tan fácil de tener, tan cercano, que perdemos la atención a su importancia.

La experiencia de la sed nos recuerda lo que necesitamos el agua. Y es una experiencia que nos va haciendo perder el control de nuestra humanidad. Cuando falta el agua la mente razona peor y llega a ver visiones, nuestro organismo se atrofia y dejamos de comportarnos como querríamos. Cuando encontramos la fuente del agua, la vida regresa.
El bautismo es la fuente de un agua y una vida renovada en el Espíritu, la que nos da la nueva identidad y dignidad de hijos de Dios. La fuente a la que beber este agua es el mismo Cristo.

Viernes de la segunda semana

Jesús respondió: Dichosos más bien
los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen
.
(Lc 11, 28)







Que tu alegría sea escuchar a Dios que te habla

El bienaventurado apóstol Santiago amonesta a los oyentes asiduos de la palabra de Dios diciéndoles: Sed cumplidores de la palabra y no sólo oyentes, engañándoos a vosotros mismo (Sant 1,22). A vosotros mismos os engañáis, no al autor de la palabra ni al ministro de la misma. Partiendo de esa frase que mana de la fuente de la verdad a través de la veracísima boca del apóstol, también yo me atrevo a exhortaros, y mientras os exhorto a vosotros, pongo la mirada en mí mismo. Pierde el tiempo predicando exteriormente la palabra de Dios quien no es oyente de ella en su interior. Quienes predicamos la palabra de Dios a los pueblos no estamos tan alejados de la condición humana y de la reflexión apoyada en la fe que no advirtamos nuestros peligros. Pero nos consuela el que donde está nuestro peligro por causa del ministerio, allí tenemos la ayuda de vuestras oraciones. Y para que sepáis, hermanos, que vosotros estáis en lugar más seguro que nosotros, cito otra frase del mismo apóstol, que dice: Cada uno de vosotros sea rápido para escuchar y lento, en cambio, para hablar (Sant 1,19).
Pensando en esta frase, en la que se nos amonesta a ser rápidos para escuchar y lentos para hablar, hablaré en primer lugar de este mi ministerio; luego, después de haber justificado el ministerio de quienes hablamos con frecuencia, volveré a lo que había propuesto en primer lugar.
Es conveniente que os exhorte a no ser sólo oyentes de la palabra, sino también cumplidores. Así, pues, ¿quién, por el hecho de que os hablo frecuentemente, sin parar mientes en mi obligación, no me juzga cuando lee: Sea todo hombre rápido para escuchar y lento para hablar? Ved que la preocupación por vosotros no me permite cumplir esta norma. Debéis, pues, orar y levantar a quien obligáis a ponerse en peligro. Con todo, hermanos míos, voy a deciros algo a lo que quiero que deis crédito, porque no podéis verlo en mi corazón. Yo, que tan frecuentemente os hablo por mandato de mi señor y hermano, vuestro obispo, y porque vosotros me lo exigís, sólo disfruto verdaderamente cuando escucho. Mi gozo —repito— sólo es auténtico cuando escucho, no cuando predico. Entonces mi gozo carece de temor, pues tal placer no lleva consigo la hinchazón. No se teme el precipicio de la soberbia allí donde está la piedra sólida de la verdad. Y para que sepáis que así es en verdad, escuchad lo que está dicho: Darás regocijo y alegría a mi oído. Entonces es cuando gozo, cuando escucho. A continuación añadió: Se regocijarán los huesos humillados (Sal 50, 10). Así, pues, mientras escuchamos somos humildes; en cambio, cuando predicamos, aun cuando no nos ponga en peligro la soberbia, al menos nos sentimos frenados. Y si no me enorgullezco, corro peligro de enorgullecerme. Sin embargo, cuando escucho, me deleito sin nadie que me engañe, disfruto sin testigos.
 (Serm. 179, 1-2)




EN BREVE...Sean tus Escrituras mis castas delicias; en ellas encuentro mi gozo. (Conf. 11, 25)

Jueves de la II semana

Uno solo es vuestro Maestro, el Cristo.
(Mt 23, 10)
Que Cristo habite por la fe en vuestrso corazones.
(Ef 3, 17)






Que sea Cristo a hablar dentro de vosotros

El sonido de nuestras palabras golpea vuestros oídos, pero el maestro está dentro. No penséis que alguien aprende algo de otro hombre. Podemos poner alerta mediante el sonido de nuestra voz, pero si no se halla dentro alguien que enseñe, el sonido que emitimos sobra. ¿Queréis una prueba, hermanos? ¿Acaso no habéis oído todos este sermón? ¡Cuántos no van a salir de aquí sin haber aprendido nada! En lo que de mí depende, he hablado a todos, pero aquellos a quienes no habla interiormente la Unción, a los que no enseña interiormente el Espíritu Santo, regresan con la misma ignorancia. El magisterio exterior no es más que una cierta ayuda, un poner alerta. Quien tiene su cátedra en el cielo es quien instruye los corazones. Por eso dice también él mismo en el evangelio: No permitáis que os llamen maestros en la tierra; único es vuestro maestro, Cristo (Mt 23, 8-9). Así, pues, que él os hable interiormente, cuando no está presente ningún hombre. Porque aunque haya alguien a tu lado, nadie hay en tu corazón. Que no haya nadie en tu corazón, que esté sólo Cristo; esté en tu corazón su Unción, para que no se halle como corazón sediento en el desierto y sin fuentes que lo rieguen. Quien instruye, pues, es el maestro interior; quien instruye es Cristo, quien instruye es su Inspiración. Donde falta su Inspiración y su Unción, en vano suenan exteriormente las palabras, por alto que suenen. Las palabras que emitimos al exterior son, hermanos, lo mismo que el agricultor respecto del árbol: actúa exteriormente, le aporta el agua y el cultivo esmerado. Pero ¿acaso lo que aporta él desde el exterior origina el fruto? ¿Acaso viste la desnudez de los troncos con el sombrío follaje? ¿Acaso su actuar obra algo en el interior del árbol? ¿A quién se debe? Escuchad al Apóstol en condición de agricultor y ved lo que somos; escuchad quién es el maestro interior: Yo planté, Apolo regó, pero Dios dio el crecimiento; ni el que planta ni el que riega es algo, sino quien da el crecimiento, Dios (1 Cor 3, 6-7). He aquí, pues, lo que os decimos: ya plantemos, ya reguemos al hablar, no somos nada; quien da el crecimiento es Dios, es decir, su Unción que os instruye sobre todas las cosas.
 (In 1 Io. Ep. tr. 3, 13)




EN BREVE...Entrrad en vuestros corazones, vosotros que estáis lejos de Dios, y adheriros a Dios que os ha creado. Permaneced estables con Él y estaréis seguros, reposad en Él y tendréis Paz. ¿A dónde queréis ir? ¿En busca de sufrimientos? ¿A dónde queréis ir? El bien que desideráis viene de Él. (Conf. 4, 12, 18)

Miércoles de la II Semana




Reposa en el Señor y espera en Él
(Sal 37, 7)






Dios habla en el silencio del corazón

Mas son muchas las maneras como Dios habla con nosotros. Alguna vez nos habla sirviéndose de un instrumento, por ejemplo, el códice de las divinas Escrituras; habla mediante algún elemento del mundo, como habló mediante la estrella de los magos (cfrMt 2, 2). ¿En qué consiste el hablar, sino en manifestar la voluntad? Habla mediante la suerte, como cuando ordenó sustituir a Judas con Matías 17; habla mediante un alma humana, como por el profeta; habla mediante un ángel, como aceptamos que habló a algunos patriarcas (cfr. Gn 22, 11), profetas (cfr. Dan 14,33) y apóstoles (cfr. Act 5,19-20); habla mediante alguna criatura hablante y sonante, como leemos y retenemos que se produjeron voces en el cielo, aunque no se veía a nadie con los ojos (cfr. Mt 3,17). Por último, al hombre Dios no le habla de una sola manera; no me refiero al habla exterior, haciéndose percibir por los oídos y por los ojos, sino a la interior, en el corazón: le habla o en sueños, como se mostró a Labán el sirio, para que no hiciera mal alguno a su siervo Jacob (Gn 31,24), y al faraón a propósito de los siete años de opulencia y otros tantos de carestía (cfr. Gn 41,1-7); o posesionándose del espíritu de un hombre, a lo que los griegos llaman «éxtasis», como cuando Pedro en oración vio un recipiente bajado del cielo, lleno de semejanzas de los gentiles que habían de creer (cfr. Act 10,10-16); o en la mente cuando, sea quien sea, descubre su majestad y su voluntad, como en el caso de Pedro mismo, que, en aquella visión conoció, pensando en su interior, qué quería el Señor que hiciese (cfr. Act 10,19). Pues esto nadie puede conocerlo, a no ser que sea capaz de reconocer un cierto clamor silencioso de la verdad que resuena en su interior. Dios habla también a la conciencia de los buenos y de los malos; ya que nadie puede, rectamente, aprobar la obra buena y desaprobar el pecado, sino en presencia de la voz de la verdad que alaba o acusa en el silencio del corazón. Mas la verdad es Dios. Dado que ella habla de tantas maneras a los hombres, a los buenos como a los malos -aunque no todos a los que habla de tantas maneras puedan ver también su sustancia y naturaleza- ¿qué hombre puede, conjeturando o pensando, abarcar de cuántas y de qué maneras habla la misma verdad a los ángeles, sea a los buenos que gozan de su inefable fulgor y hermosura, contemplándola por medio de su admirable caridad, sea a los malos, que, depravados en su soberbia y ubicados por la verdad misma en los lugares inferiores, pueden oír su voz de ciertas maneras ocultas, aunque no son dignos de ver su rostro?
Por lo tanto, amadísimos hermanos, fieles de Dios e hijos verdaderos de nuestra madre la Iglesia católica, que nadie os engañe con alimentos envenenados, aun en el caso de que todavía os alimentéis con leche (cfr. 1Cor 3,2; Heb 5,12-14). Caminad con perseverancia en la fe de la verdad (cfr. 1Tes 2,12) para que podáis llegar en el tiempo oportuno a la visión clara de la misma verdad (cfr. Tit 1,1-2). Pues, según dice el Apóstol, Aún aquí en el cuerpo, somos peregrinos lejos del Señor; caminamos en la fe, no en la visión (2Cor 5,6-7). La fe cristiana nos conduce a la realidad, esto es, a la visión del Padre. Por eso dice el Señor: Nadie viene al Padre si no es por mí (Jn 14,6-10)
 (Serm. 12, 4-5)




EN BREVE...El Señor no hace que las orejas del cuerpo le oigan más fuerte que en el secreto del pensamiento, donde sólo él escucha, donde sólo Él es oído (Serm 12,3)

Martes de la segunda semana

Hijo mío, atiende a mis palabras,
presta oído a mis consejos:
que no se aparten de tus ojos,
guárdalos dentro del corazón;
pues son vida para el que los consigue,
son salud para su carne.
.
(Pro 4, 20-22)




La Palabra de Dios es el papel de tornasol de tu comportamiento

El domingo pasado hablé acerca del juicio para que te juzgues a ti mismo y, al hallarte malvado, no te halagues, sino que te endereces, te hagas recto, y te agrade el Dios recto. De hecho, Dios, al ser recto, no agrada al malvado torcido. ¿Quieres que te agrade el Dios recto? Sé tú mismo recto. Júzgate a ti mismo; no te agrades. Castiga, corrige, endereza lo que justamente te desagrada en ti. Sea para ti la Sagrada Escritura como un espejo. Este espejo tiene un brillo que ni miente, ni adula ni prefiere a nadie. Eres hermoso; hermoso te ves allí; eres feo, feo te ves allí. Pero si te acercas siendo feo, y feo te ves en él, no acuses al espejo. Vuelve a tu interior; el espejo no te engaña; no te engañes a ti mismo. Júzgate, entristécete de tu fealdad, para que al marchar y alejarte triste, corregida la fealdad, puedas retornar hermoso. Pero, aunque te juzgues a ti mismo sin adulación, juzga al prójimo con amor. Para juzgar tienes ahí lo que tú ves. Puede acontecer que veas algo malo que te ensucie; puede suceder que tu mismo prójimo te confiese su mal y declare al amigo lo que había encubierto al enemigo. Juzga lo que ves; lo que no ves, déjalo a Dios. Cuando juzgues, ama al hombre, odia el vicio. No ames el vicio por el hombre ni odies al hombre por el vicio. El hombre es tu prójimo; el vicio es el enemigo de tu prójimo. Amas al amigo cuando detestas lo que le daña. Si crees, estás obrando porque el justo vive por la fe (Hab 2, 4; Rom 1, 17)..
Sé semejante al médico. El médico no ama al enfermo si no odia la enfermedad. Para librar al enfermo, persigue la fiebre. No améis los vicios de vuestros amigos si en verdad amáis a vuestros amigos
 (Serm. 49, 5-6)



EN BREVE...A nosotros se nos ha dado la dulzura de las Escrituras para resistir en este desierto de la vida humana. (Serm. 4, 10)

Lunes de la Segunda Semana

Con quien tienes pleito busca rápidamente un acuerdo, mientras vas de camino con él.
Si no, te entregará al juez, el juez al alguacil y te meterán en la cárcel.
.
(Mt 5, 25)






¡La Palabra es tu adversario!

Mas, si hay que estar a la espera de ese día incierto como si llegase cada día, arréglate con el adversario mientras va contigo de camino 4. Pues se llama camino a esta vida, por el que todos pasan. Y ese adversario no se aleja.
Pero ¿quién es ese adversario? No es el diablo, pues la Escritura nunca te exhortaría a ponerte de acuerdo con él. Es, pues, otro el adversario, a quien el hombre mismo convierte en su propio adversario,
Chi è dunque l'avversario? La Parola di Dio. La Parola di Dio è il tuo avversario. Perché è avversario? Perché comanda cose contrarie a quelle che fai tu. Ti dice: Unico è il tuo Dio (Dt 6, 4; cf. Es 20, 2-3), adora l'unico Dio. Tu invece, abbandonato l'unico Dio, che è come il legittimo sposo della tua anima vuoi fornicare con molti demoni e, ciò che è più grave, non lo lasci e non lo ripudi apertamente come fanno gli apostati, ma rimanendo nella casa del tuo sposo, fai entrare gli adulteri. Cioè, come cristiano non abbandoni la Chiesa, ma consulti gli astrologi o gli aruspici o gli indovini o i maghi. Da anima adultera, non abbandoni la casa dello sposo, ma ti dai all'adulterio, pur rimanendo sposata con lui. Ti si dice: Non assumere invano il nome del Signore Dio tuo (Es 20, 7), perché non pensi che sia creatura Cristo, per il fatto che per te ha assunto la creatura. E tu disprezzi lui che è uguale al Padre e una sola cosa con il Padre (cf. Gv 10, 30).

. ¿Quién es, entonces, el adversario? La palabra de Dios. La palabra de Dios es tu adversario. ¿Por qué es tu adversario? Porque prescribe lo contrario de lo que haces. Ella te dice: Tu Dios es único (Dy 6,4; Ex 20,2-3), adora a un único Dios. Tú, abandonando a tu único Dios, que es como el marido legítimo del alma, quieres fornicar con muchos demonios y, lo que es más grave, no abandonándolo y repudiándolo abiertamente, como hacen los apóstatas; lo que haces es permanecer en la casa de tu marido y admitir en ella a los adúlteros. Con otras palabras: como cristiano, no abandonas la Iglesia, consultas a los astrólogos, o a los arúspices, o a los augures o a los hechiceros. Como alma adúltera, no dejas la casa de tu marido y, sin romper el matrimonio con él, te entregas al adulterio. Se te dice: No tomes en vano el nombre del Señor tu Dios (Ex 20,7). No pienses que Cristo es una criatura, porque tomó por ti una criatura. Y tú desprecias al que es igual al Padre y una sola cosa con el Padre (cfr. Jn 10,30)..
Se te dice que guardes espiritualmente el sábado (cfr. Ex 20,8), no como lo observan los judíos, evitando todo trabajo físico, pues quieren quedar libres para ocuparse en sus bagatelas y lujurias. Mejor estaría el judío haciendo algo útil en su campo que alborotando en el teatro. Y mejor estarían sus mujeres trabajando la lana en sábado que danzando impúdicamente todo el día en sus balcones.
A ti, en cambio, se te ordena que guardes espiritualmente el sábado: en la esperanza del futuro descanso que el Señor te promete. Pues todo el que hace lo que puede en pro de ese descanso futuro, aunque parezca trabajoso lo que hace, si lo refiere a la fe del descanso prometido, todavía no goza el sábado en la realidad, pero lo posee en la esperanza. En cambio, tú quieres descansar para sufrir fatiga, siendo así que deberías sufrir fatiga para descansar. Se te dice: Honra a tu padre y a tu madre (Ex 20,12); tú, en cambio, haces a tus padres la afrenta que no quieres sufrir de tus hijos. Se te dice: No matarás (Ex 20,13); tú, sin embargo, quieres matar a tu enemigo, y quizá tal vez no lo haces por temor al juez humano, no porque pienses en Dios. ¿Ignoras que él es testigo de tus pensamientos? Aunque siga en vida el que tú quieres que muera, Dios te considera homicida en tu corazón (1Jn 3,15). Se te dice: No cometerás adulterio (Ex 20,14), esto es, no te acercarás a otra mujer que no sea la tuya. En cambio tú exiges eso de tu mujer y no quieres corresponderle con lo mismo, y, no obstante, que debas ir por delante de tu mujer en la virtud, puesto que la castidad es una virtud, caes a la primera acometida de la pasión, y queriendo que tu mujer salga vencedora, tú yaces por tierra derrotado.
Cuando ordena esto, la palabra de Dios es el adversario. Pues los hombres no quieren hacer lo que quiere la palabra de Dios. Y ¿qué diré? ¿Qué es adversario la palabra de Dios porque manda? Yo mismo temo convertirme en adversario de algunos por decir estas cosas. ¿Y qué me importa? Hágame fuerte aquel que me infunde temor para que hable sin temer las lamentaciones de los hombres. Los que no quieren ser fieles a sus mujeres -y abundan los tales- no quieren que yo diga esto. Pero he de decirlo, lo quieran o no. Porque, si no os exhorto a poneros de acuerdo con el adversario, entraré yo en conflicto con él. Quien os manda a vosotros que seáis fieles a vuestras mujeres es el que me manda a mí hablar. Si vosotros os convertís en adversario suyo cuando no hacéis lo que os manda, yo me constituiré en adversario suyo si no digo lo que me manda decir.
   (Serm. 9, 2-3)




EN BREVE...Preocupáos ante todo de no dejaros tentar si no entendéis aún las Escrituras santas; si las entendéis, de no ensoberbeceros; lo que no entendéis dejadlo para otro momento con respeto, y lo que entendéis, acogedlo con sentimientos de caridad. (Serm. 51, 35)

II Domingo de Cuaresma

De la nube salió una voz que decía:
Éste es mi Hijo querido, mi predilecto. Escuchadle.
(Mt 17, 5)
(Jesucristo) quien ha destruido la muerte
e iluminado la vida inmortal
por medio del Evangelio.
(2 Tim 1, 10)



Dios no te reserva algo suyo, sino a sí mismo
Así, pues, al cubrirlos a todos la nube y haciendo en cierto modo una sola tienda para ellos, sonó también desde la nube una voz que decía: Este es mi Hijo amado. Allí estaba Moisés, allí Elías. No se dijo: «Estos son mis hijos amados». Una cosa es, en efecto, el Hijo único, y otra los adoptados. Se encarecía a aquel de quien se gloriaban la Ley y los Profetas. Este es —dice— mi hijo amado, en quien me he complacido; escuchadle(Mt 17,5; Lc 9,35), puesto que es él a quien habéis escuchado en los Profetas y en la Ley. Y ¿dónde no 1e oísteis a él? Al oír esto, ellos cayeron a tierra18. Ya se nos manifiesta en la Iglesia el reino de Dios. Aquí está el Señor, aquí la Ley y los Profetas; el Señor, en cuanto Señor; la Ley, personificada en Moisés, la Profecía, personificada en Elías. Pero estos en condición de siervos, de ministros. Ellos, como vasos; él, como fuente. Moisés y los profetas hablaban y escribían, pero cuanto fluía de ellos, de él lo tomaban.
Por tanto, el que ellos cayeran a tierra simbolizó nuestra muerte, puesto que se dijo a la carne: Eres tierra y a la tierra irás (Jn 3,19) . A su vez, el que el Señor los levantase simbolizó nuestra resurrección. Una vez que esta haya tenido lugar, ¿de qué te sirve la Ley? ¿De qué te sirve la Profecía? Por esto no aparecen ya ni Elías ni Moisés. Te queda el que en el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios (Jn 1,1). Te queda el que Dios es todo en todo (cfr. 1Cor 15,28). Allí estará Moisés, pero no ya la Ley. Allí veremos también a Elías, pero ya no al profeta. Pues la Ley y los Profetas dieron testimonio de Cristo, esto es, que convenía que padeciese, resucitase al tercer día de entre los muertos y entrase en su gloria (cfr. Lc 24,44-47). Tras la resurrección tendrá lugar lo que Dios prometió a los que lo aman: El que me ame será amado de mi Padre y yo también lo amaré. Y como si le preguntase: «Dado que le amas, ¿qué le vas a dar?» Y me manifestaré a él (Jn 14,21). ¡Gran don, gran promesa! El premio que Dios te reserva no es algo suyo, sino él mismo. ¿Por qué no te basta, ¡oh avaro!, lo que Cristo promete? Te crees rico; pero si no tienes a Dios, ¿qué tienes? Otro es pobre pero, si tiene a Dios, ¿qué no tiene?
Desciende, Pedro. Querías descansar en la montaña: desciende, predica la palabra, insta a tiempo y a destiempo, arguye, exhorta, reprende con toda longanimidad y doctrina (cfr. 2Tim 4,2). Fatígate, suda, sufre algunos tormentos para poseer en la caridad, por la blancura y la belleza de las buenas obras, lo simbolizado en las blancas vestiduras del Señor. En efecto, cuando se leyó al Apóstol, le oímos decir en elogio de la caridad: No busca sus cosas (1Cor 13,5)No busca sus cosas, puesto que dona las que posee. Lo mismo dice en otro lugar pero en términos más peligrosos, si no los entiendes bien. Pues, siempre con referencia a la caridad misma, el Apóstol, dando órdenes a los fieles, los miembros de Cristo, dice: Nadie busque lo suyo, sino lo del otro. Efectivamente, nada más oír esto, el avaro, como buscando lo ajeno en actitud de negociante, maquina fraudes para así embaucar a quien sea y buscar, en vez de lo propio, lo ajeno. Eche el freno la avaricia y suéltelo la justicia; escuchemos y comprendamos. Se dijo a la caridad: Nadie busque lo propio, sino lo del otro. Pero si tú, avaro, te opones a este precepto y prefieres ampararte en él para desear lo ajeno, renuncia a lo tuyo. Mas como te conozco, quieres poseer lo tuyo y lo ajeno. Cometes fraudes para obtener lo ajeno; sufre un robo que te haga perder lo tuyo. No quieres buscar lo tuyo, sino que quitas lo ajeno. Si haces esto, no obras bien. Oye, ¡oh avaro!; escucha. En otro pasaje te expone el Apóstol con más claridad el texto: Nadie busque lo suyo, sino lo del otro. Dice de sí mismo: Pues no busco mi utilidad, sino la de muchos, para que se salven (1Cor 10,33). Pedro aún no entendía esto cuando deseaba vivir con Cristo en el monte. Esto, ¡oh Pedro!, te lo reservaba para después de su muerte. Lo que te dice ahora es: «Desciende a fatigarte en la tierra, a servir en la tierra, a ser despreciado, a ser crucificado en la tierra. Descendió la vida para encontrar la muerte; bajó el pan para sentir hambre; bajó el camino para cansarse en el trayecto; descendió el manantial para tener sed, y ¿rehúsas fatigarte tú? No busques tus cosas. Ten caridad, predica la verdad; entonces llegarás a la eternidad, donde encontrarás seguridad».
 (Serm. 78, 3-6)




EN BREVE...No te quedes vacía, alma mía, no endurezcas el oído del corazón con el tumulto de tus vanidades. Escucha también tú: la Palabra misma te grita que vuelvas.... Pon, pues, en Él tu morada, alma mía, confía en Él todo lo que de Él recibes (Conf. 4,11)