Meditación para el tiempo de Pascua

Puedes descargar la meditación que hemos preparado para este tiempo de Pascua aquí.


Este sería el esquema


LA PASCUA.

1.      El misterio pascual à Sermón 220
La fe en la resurrección à La Trinidad 2,17,26.
            La resurrección ha de ser celebrada à Sermón 220.
                        La vigilia símbolo de eternidad à Sermón 223 I
            Vigilar en la noche pascual à Sermón 219.
             La pascua es participar en la alegría à Sermón 223 G,1
                        Pasar de la muerte a la vida à Sermón 229 D,1-2.

2.      El encuentro con el resucitado à Sermón 235,3.
La experiencia post-pascual à Sermón 236 A,4.
            Los discípulos de Emaús à Sermón 232 I,6
                        Cristo les devuelve la esperanza à Comentario al salmo 147,17.
            Reconocer a Cristo en el pan partido à Sermón 228 B,2.

3.      La alegría pascual à Sermón 255,1.5.
La gran obra es la alabanza à Comentario al salmo 44,9.
            El cántico nuevo à Comentario al salmo 32,2, s.1,8.
                        El tiempo del aleluya à Sermón 229 B,2.
            Vivir la alegría pascual à Sermón 256,1.
            La verdadera resurrección del hombre à La Trinidad 4,3,5-6.
            Por la resurrección somos miembros de Cristo à Sermón 224.




1. El misterio pascual.

“Sabemos, hermanos, y retenemos con fe inquebrantable que Cristo murió una sola vez por nosotros; el justo por los pecadores, el Señor por los siervos, el libre por los cautivos, el médico por los enfermos, el dichoso por los desdichados, el rico por los pobres, el que los busca por los perdidos, el redentor por los vendidos, el pastor por el rebaño y, lo más maravilloso de todo, el creador por la criatura” (Sermón 220).

En la vida cristiana el misterio pascual no es objeto de libre devoción, sino que representa la ley misma de nuestra existencia cristiana, que es muerte y vida. Ningún autor antiguo nos ha dejado tanto material de reflexión sobre la Pascua como Agustín, centenares de sermones, diversas cartas, reflexiones en otros libros, tratados sobre los sacramentos, en especial sobre el bautismo, insinuaciones litúrgicas de gran valor, todo ello supone una riqueza enorme a la hora de introducirnos en este campo. Pero sobre todo nos puede ayudar a nuestra reflexión y a nuestra vida cristiana y religiosa, porque sus reflexiones no son solo teológicas sino también espirituales y místicas. Pasión y resurrección están unidas en la vida de Cristo y en la de los cristianos: “Del mismo modo que su pasión era símbolo de nuestra antigua vida, así su resurrección encierra el misterio de la vida nueva” (Sermón 229 E,3). Porque Cristo ha resucitado también nosotros podemos resucitar, esto es lo que creemos y lo que esperamos: “La fe en la resurrección de esta misma carne salva y justifica. Si en tu corazón crees que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo. Y de nuevo: El cual fue entregado por nuestros delitos y resucitó para nuestra justificación. Por eso, la resurrección del cuerpo del Señor es mérito de nuestra fe... Nosotros creemos en ella con la firmeza del que está sentado sobre roca, y con esperanzada certeza esperamos la resurrección de nuestro cuerpo; porque confiamos se verifique en los miembros de Cristo, que somos nosotros, lo que, según la sana creencia, sabemos se realizó en Cristo, nuestra Cabeza” (La Trinidad 2,17,29).

Para el pueblo judío y para nosotros la pascua significa el paso de la esclavitud a la libertad, de la muerte a la vida que culmina en la redención de Cristo, que se realiza muriendo y resucitando. Por eso en el misterio pascual está el origen de toda la espiritualidad cristiana, ya que los cristianos hemos nacido en el sacrificio pascual, por eso, no se trata de que recordemos un misterio, sino de que revivamos el acontecimiento salvífico, de que participemos activamente muriendo y resucitando con Cristo. El misterio pascual es el que da sentido a la historia de los cristianos y de ahí que tenga una importancia trascendental en nosotros. La configuración con Cristo en su pasión, sepultura y resurrección está presente en el bautismo, donde se recibe la vida nueva de la gracia de ser hijos de Dios. Por eso nos dice Agustín: “La resurrección de nuestro Señor Jesucristo es nueva vida para los que creen en Jesús. Y este es el misterio de su pasión y resurrección, que debéis conocer bien y vivirlo. Pues no sin motivo vino la vida a la muerte; no sin motivo, la fuente de la vida, de la que se bebe para vivir, bebe este cáliz que no le correspondía... Así, pues, fue crucificado, para mostrar en la cruz la muerte de nuestro hombre viejo, y resucitó, para mostrar en su vida la novedad de nuestra vida” (Sermón 231,2). La realidad del bautismo es la muerte al pecado y la vida para Dios, es decir es vivir la vida nueva que hemos recibido en la pascua y en nuestras obras podemos prolongar en nosotros la resurrección de Cristo, una resurrección que se realiza en nosotros si vivimos bien, si desechamos de nosotros la vida mala y progresamos en la buena.



Es decir, por el bautismo nos introducimos en el misterio pascual de Jesucristo, muriendo y resucitando con Él. Y cada vez que comemos la cena del Señor, proclamamos su muerte hasta que vuelva. El misterio pascual es el origen de la Iglesia y de los sacramentos, sobre todo del bautismo y de la eucaristía. Además, ya que la vida cristiana es participación sacramental y existencial en el misterio pascual de Cristo, al que se incorporan los cristianos por el bautismo y la eucaristía, este misterio, por tanto, configura la vida cristiana y, por lo mismo, toda la vida cristiana tiene un carácter pascual. Dicho de otra manera, el hecho histórico de la pasión y de la resurrección de Cristo se ha ce acontecimiento histórico, del que nosotros podemos participar efectivamente muriendo y resucitando con Él. Agustín hace en sus escritos una exposición de la pascua como paso del Señor, que a través de su pasión llega a la vida, conduciendo hacia ella a los que creen en su resurrección: “Como pasjein en griego significa padecer, se creyó que Pascua era la pasión, como si este nombre viniera de pasión; pero en su lengua, es decir, en la hebrea, pascua quiere decir tránsito, por la razón de que la primero Pascua la celebró el pueblo de Dios cuando, huyendo de Egipto, pasaron el mar Rojo. Aquella figura profética tuvo ahora su realización, cuando Cristo, como una oveja, es conducido al sacrificio, y con cuya sangre teñidos nuestros dinteles, es decir, con cuya señal de la cruz grabadas nuestras frentes, somos liberados de la perdición de este mundo, como ellos de la cautividad y de la muerte de Egipto, y verificamos el tránsito salubérrimo, pasando del diablo a Cristo y de este mundo inestable a su reino sólidamente fundamentado. Y, para no pasar con el mundo transitorio, nos pasamos a Dios que permanece siempre” (Comentario al evangelio de Juan 55,1).

Evidentemente la muerte y resurrección es un acontecimiento que se realiza una sola vez. Pero la celebración de la pascua, según Agustín tiene una dimensión sacramental, que la distingue de las demás celebraciones. Agustín distingue entre verdad y solemnidad, es decir, un acontecimiento puede ser recordado o celebrado y lo característico de la solemnidad es la celebración, que no es sólo recuerdo sino participación: “Sabéis perfectamente que eso tuvo lugar una sola vez. Con todo, como si tuviera lugar más veces, esta fiesta solemne repite cada cierto tiempo lo que la verdad proclama mediante tantas palabras de la Escritura, que se dio una sola vez. Pero no se contradicen la realidad y la solemnidad, como si esta mintiese y aquella dijese la verdad. Lo que la realidad indica que tuvo lugar una sola vez, eso mismo renueva la solemnidad para que lo celebren con repetida frecuencia los corazones piadosos. La realidad descubre lo que sucedió tal como sucedió; la solemnidad, en cambio, no permite que se olviden ni siquiera las cosas pasadas, no repitiéndolas, sino celebrándolas. Así, pues, Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado. Ciertamente murió una sola vez, él que ya no muere y la muerte no tiene dominio sobre él. Por tanto, según la realidad, decimos que la Pascua tuvo lugar una sola vez y que no va a volver a darse; según la solemnidad, en cambio, cada año decimos que la Pascua ha de llegar... A esto se refiere la solemnidad tan resplandeciente de esta noche, en la que, manteniéndonos en vela, en cierto modo actuamos, mediante el resto del pensamiento, la resurrección del Señor, que, mediante el pensamiento, confesamos con mayor verdad que tuvo lugar una sola vez” (Sermón 220).



Como la mayoría de los autores de su época, también Agustín insiste sobre el carácter universal de la vigilia pascual: “Celebramos en esta vigilia, amadísimos hermanos, la solemnidad anual de aquella noche en que Jesucristo el Señor resucitó de entre los muertos. No trato de enseñároslo ahora, sino que, como ya lo sabéis, os exhorto a no olvidarlo. Y como la festividad misma con su retorno solemne en la fecha oportuna no nos enseña nada nuevo, pero evita que el olvido borre lo que ya sabemos -pues renueva el recuerdo, sin añadir conocimiento alguno-, del mismo modo, mis palabras, aunque no se dirigen a gente ignorante, requieren, no obstante, su atención, pues no pretendo que oigáis algo que os sea desconocido, pero sí que recordéis con gozo lo que sabéis” (Sermón 223 F,1).

Ante los grandes acontecimientos es normal que los hombres estén en vela y vigilantes, en una tensa espera para recibir la realidad que se viene anunciando. De hecho, la vigilia es un ejercicio ordinario del cristiano, también porque el sueño suele ser, en la mentalidad normal, símbolo de la muerte, así como la vigilia suele ser símbolo de la eternidad. Según la tradición el estado de los ángeles es de vigilia permanente, están siempre atentos y despiertos. Pero además vivir despiertos, saber lo que se hace, caminar en pleno día, es uno de los deberes principales del cristiano. Pero la vigilia de Pascua tiene un significado especial, ella es la madre de todas las vigilias, ya que la imagen de la eternidad coincide en este caso con la resurrección eterna de Cristo. Es una noche dedicada a la oración: “Esta solemnidad tan grande y tan santa nos exhorta, amadísimos, a velar y a orar. En efecto, nuestra fe está en lucha contra la noche de este mundo a fin de evitar que nuestros ojos interiores se duerman en la noche del corazón” (Sermón 223 I).

Vigilar en esta noche es ser invitados a meditar sobre la eternidad de Dios, sobre su poder y su presencia, para introducirnos en el mundo divino e intuir lo invisible e inefable, bucear en el conocimiento de Dios o, mejor, dejarse llevar de la mano por la misericordia de Dios que ha querido hacerse humano para revelarnos los misterios y para llevarnos a la contemplación de Dios mismo. Podemos decir que para Agustín la gran misión que tiene encomendada el Hijo es conducir a los creyentes a la contemplación de Dios Padre, a la contemplación cara a cara y sin desmayo: “Porque Jesucristo hombre, mediador entre Dios y los hombres, ha de conducir a todos los justos, en los cuales reina ahora por fe, a la contemplación denominada por el Apóstol facial, se dice: 'cuando entregue el reino a Dios Padre', que es decir: cuando conduzca a los creyentes a la contemplación de Dios Padre” (La Trinidad 1,8,16).

En la noche de Pascua todo el mundo está en despierto y también nosotros tenemos que velar para poder disfrutar de la luz y superar el mundo tenebroso, para dejarnos interpelar por Dios y dirijamos nuestras plegarias al cielo: “¡Cuánto mayor ha de ser nuestra alegría en la observancia de esta vigilia, en cierto modo la madre de todas las vigilias, en la que todo el mundo está despierto!... Tanto resplandece en todo el orbe de la tierra la fama de esta vigilia que hasta obliga a estar despiertos en su carne a quines no diré que duermen en sus corazones, sino que están sepultados en la impiedad infernal... En esta noche, pues, está en vela todo el mundo, tanto el mundo enemigo como el mundo reconciliado... Permanezcamos en vela y oremos para celebrar esta vigilia exterior e interiormente. Háblenos Dios en sus lecturas; hablemos nosotros a Dios con nuestras preces. Si escuchamos en actitud obediente sus palabras, en nosotros habita aquel a quien dirigimos nuestra oración” (Sermón 219).



Se puede afirmar que para Agustín el tiempo pascual es una especie de preparación de la eternidad, es decir, de vivir como resucitados, "buscar los bienes de arriba", dirá San Pablo (Colo. 3,2), una preparación simbólica viviendo despiertos y en tensión mantenida y una preparación mística, entendida como búsqueda de Dios. Agustín es consciente que estamos sometidos a la muerte, que en cualquier momento puede llegar nuestro fin, que las ilusiones son frágiles y en todos los caminos está presente la angustia y la decepción. Y ¿qué es la vida eterna para esta vida tan frágil y a la intemperie? Es una vida que ha vencido a la muerte en Cristo Jesús y que nos da la libertad, porque ya no está sometida a los inconvenientes de la vida humana. La vida eterna consiste para Agustín en que “vivamos eternamente en Él, con Él y de Él” (Sermón 114,2). De hecho, cuando Agustín dice lo que es la vida eterna dice que es “una vida bajo la mano de Dios, una vida con Dios, una vida de Dios, una vida que es el mismo Dios” (Sermón 297,8). Como vemos es algo digno de toda consideración y que debe orientar todos nuestros esfuerzos para lograrla, sabiendo que en este momento sólo podremos disfrutar de ella con empeño y en esperanza, aunque ya gustando o pregustando lo que será la plenitud. La pascua nos hace participar en la verdadera alegría y nos recuerda lo qué es la vida eterna, a la vez nos invita a velar con Cristo y a Cristo y a unirnos a Él para vivir despiertos siempre: “Justamente, pues, cada cierto tiempo esta magna festividad nos indica lo que será la eternidad, donde el tiempo no tendrá fin. Velemos, pues, a Cristo despierto, y, según podamos, privémonos del sueño por un poco de tiempo en honor de aquel a quien ya no domina el sueño... Velando en esta solemnidad anual al guardián que ya nunca duerme, atemos nuestro corazón a su mano, mediante el vínculo de la fe, para que no se aparte, sujetado por ese lazo, de quien desconoce el sueño hasta que, desaparecida la mortalidad y la corrupción, nos unamos totalmente a su organismo, donde ya tampoco nosotros podremos dormir ni dormitar nunca jamás” (Sermón 223 G,1).

Agustín nos está invitando a ver la pascua en ese valor escatológico, es decir, es una preparación, un entrenamiento para aprender a vivir como se vive en el descanso del sábado eterno, para ello hemos de fijar nuestra vista en el resucitado: “Que aquel por quien estamos en vela, resistiendo por un breve espacio de tiempo al sueño terreno, nos otorgue la vida donde existe el velar sin fatiga, el día sin noche y el descanso sin sueño” (Sermón 223 G2).

También nosotros tenemos que pasar de la muerte a la vida, es decir, de vivir en el pecado a estar en la plenitud de la vida porque la resurrección del señor nos la ha ganado: “Cristo sufrió la pasión; muramos al pecado; Cristo resucitó; vivamos para Dios; Cristo pasó de este mundo al Padre: no se apegue aquí nuestro corazón, antes bien sígale al cielo; nuestra cabeza pendió del madero: crucifiquemos la concupiscencia de la carne; yació en el sepulcro: sepultados con él, olvidemos el pasado; está sentado en el cielo; transfiramos nuestros deseos a las cosas sublimes; ha de venir como juez: no llevemos el mismo yugo que los infieles; ha de resucitar también los cadáveres de los muertos: merezcamos la transformación del cuerpo transformando la mente; pondrá a los malos a su izquierda y a los buenos a su derecha: elijamos nuestro lugar con las obras; su reino no tendrá fin: no temamos en absoluto el fin de esta vida. Toda la enseñanza para obtener nuestra paz está en aquel por cuyas llagas hemos sido sanados. Por tanto, amadísimos, celebremos diariamente la Pascua meditando asiduamente todas estas cosas. La importancia que concedemos a estos días no debe ser tal que nos lleve a descuidar el recuerdo de la pasión y resurrección del Señor cuando cada día nos alimentamos con su cuerpo y sangre; con todo, en esta festividad el recuerdo es más brillante; el estímulo, más intenso, y la renovación, más gozosa, porque cada año nos coloca, como ante los mismos ojos, el recuerdo del acontecimiento. Celebrad, pues, esta fiesta transitoria y pensad que el reino futuro ha de permanecer por siempre. Si tanto nos llenan de gozo estos días pasajeros en los que recordamos con devota solemnidad la pasión y resurrección de Cristo, ¡qué dichosos nos hará el día eterno en que le veremos a él y permaneceremos con él, día cuyo solo deseo y expectación presente ya nos produce alegría!”. (Sermón 229D, 1-2).

2. En encuentro con el Resucitado.

“Dale hospitalidad si quieres reconocerlo como salvador. La hospitalidad les devolvió aquello de lo que les había privado la incredulidad. Así, pues, el Señor se hizo presente a sí mismo en la fracción del pan. Aprended dónde debéis buscar al Señor, dónde podéis hallarlo y reconocerlo: cuando lo coméis. Los fieles saben algo, gracias a lo cual comprenden esta lectura mejor que los que no lo saben” (Sermón 235,3).



La invitación que hace Agustín a sus fieles el día de pascua es a tomar conciencia y prepararse para vivir en la vocación a la eternidad: “En esta vida celebramos la muerte de aquel cuya vida esperamos para después de esta muerte. Así, pues, traigamos a la memoria la humildad de nuestro Señor Jesucristo mediante nuestra propia humildad. Velemos humildemente, oremos humildemente, con fe devotísima, esperanza firmísima y caridad ardentísima, pensando en el día que ha de poseer nuestra claridad si nuestra humildad convierte la noche en día” (Sermón 223 I). La experiencia post-pascual es imprescindible para él de tal manera que esta experiencia manifestada sobre todo en los discípulos de Emaús, es necesaria para todos.

La experiencia de los discípulos de Emaús se puede ver como una experiencia que puede marcar el futuro de una vida que se encuentra con el Señor Resucitado. La verdad es que como aquellos dos discípulos, muchos hoy en nuestro mundo occidental tienen el corazón afligido y el espíritu abatido y esto porque no ven cumplidos sus sueños y las expectativas de futuro son poco esperanzadoras. Para estas personas sólo el encuentro con el Resucitado, la experiencia de la Pascua puede devolverles un poco de ilusión y nosotros, los cristianos tenemos que ser los acompañantes que indiquen dónde pueden hacer esa experiencia, tenemos que ayudar a nuestra gente a que guste la fraternidad en la cena del Señor y encuentren acogida en la comunidad eclesial. Los dos discípulos son el símbolos de tantos que están perdidos, amenazados en la esperanza y viviendo superficialmente, porque han abandonado el propio corazón, a esos Agustín les invita: “Volved al corazón, ¿qué es eso de ir lejos de vosotros y desaparecer de vuestra vista? ¿Qué es eso de ir por los caminos de la soledad y vida errante y vagabunda? Volved. ¿A dónde? Al Señor. Es pronto todavía. Vuelve primero a tu corazón; como en un destierro andas errante fuera de ti. ¿Te ignoras a ti mismo y vas en busca de quien te creó?... Volved al corazón, allí está la imagen de Dios. En el hombre interior habita Cristo, en el hombre interior serás renovado según la imagen de Dios” (Comentario al evangelio de Juan 18,10).

Esta experiencia post-pascual, que puede y debe ser generadora de esperanza para muchos también hoy, nos la presenta Agustín en estos términos: “Entonces les abrió las Escrituras, pensando en las cuales habían dicho llenos de desesperación: Nosotros esperábamos que Él redimiera a Israel. ¡Lo esperabais, oh discípulos; ya no lo esperáis! Ven tú, ladrón, amonesta a los discípulos. ¿Por qué habéis perdido la esperanza por haberle visto crucificado, por haberle contemplado colgado, por haberle considerado débil? Así lo reconoció el ladrón, pendiente de la cruz también, creyendo al instante en aquel compañero de suplicio; vosotros, en cambio, habéis olvidado al autor de la vida. Llámalos, ¡oh ladrón!, desde la cruz; tú, criminal, convence a los santos. ¿Por qué a ellos? Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. Esperabais, pues, que Él iba a redimir a Israel. Si Él va a redimir a Israel, vosotros habéis caído; pero Él levanta, no abandona. Quien se convirtió en vuestro compañero de camino, se hizo para vosotros camino” (Sermón 236A,4).

Los discípulos de Emaús, dice Agustín, “hablaban de lo que la gente decía” (Sermón 232,3). Hablaban como extraños, no como amigos; por eso hablaban como desilusionados, como hombres que han perdido la esperanza y decían "esperábamos". ¿Dónde está su certeza, su esperanza, su fidelidad, su amistad...? “Eran discípulos, habían escuchado su palabra, habían sido vistos con Él, le reconocían como su maestro, del cual habían recibido la formación, y ni siquiera conseguían asemejarse al ladrón suspendido en la cruz, imitando su fe... Vacilaban los que habían visto a Cristo resucitar muertos..., donde el ladrón había descubierto la esperanza, los discípulos la perdieron” (Sermón 232,5-6).



Los de Emaús, se van, pero ¿en qué condiciones se van? Y ¿en qué condiciones quedan los demás discípulos? Recordemos a Pedro, también él vuelve a pescar ¿tal vez como antes de acompañar a Jesús? Es posible. Pero es allí donde se le aparece el Señor. Lo cierto es que los que se van y los que se quedan están bajo mínimos en cuanto a entusiasmo y esperanza. Jerusalén es el lugar del sepulcro vacío, y Galilea el lugar del encuentro con el Resucitado.

Los discípulos se ponen en camino y comunican a ese nuevo acompañante que se les ha unido lo que ha sucedido en Jerusalén... Le comunican cómo lo han vivido ellos y su decepción. Los dos “discípulos veían a Cristo, pero sin reconocerlo. El Maestro caminaba con ellos por el camino, mejor aún, Él mismo era el camino, pero ellos no caminaban por aquel camino... Habían perdido la fe y la esperanza: a pesar de caminar con uno que vivía, ellos estaban muertos. Caminaban muertos en compañía de la misma Vida” (Sermón 235,2-3). Discutían de Cristo, pero sin comunicarse verdaderamente con Cristo. Hablaban de la propia experiencia de sufrimiento, pero sin hacerse don recíproco de su interioridad. Y es que no podía ser de otra manera, puesto que cuando se está vacío por dentro o se está alejado de sí mismo y de Dios, se transmiten sólo palabras, se es “mudos charlatanes”, como dice Agustín (Confesiones 1,4,4).

Escuchan la explicación de la historia de la salvación y esa presencia de Cristo enciende los corazones, que será más palpable cuando están con el resucitado en la fracción del pan, una experiencia que siempre es posible. Lo cierto es que por el camino “comenzó Él a explicar la Escritura, de forma que aprendiesen a reconocer a Cristo... Lo escuchaban, se llenaban de gozo, suspiraban; y, según confesión propia, ardían; pero no reconocían la luz que estaba presente” (Sermón 236,2). Cristo les encuentra sin esperanza y les hace experimentar su presencia: “Habían creído esto, mas ya no lo creían. Ya habían perdido la esperanza, y, sin embargo, Cristo estaba con ellos; pero el que se les juntó les devolvió la esperanza” (Comentario al salmo 147,17). La pregunta provocadora de aquel ignorante caminante se transforma gradualmente en relectura del misterio de Cristo: “¿No era necesario que el Mesías padeciese esto y entrase en su gloria?” Lo que nos ocurre es que no siempre nosotros nos damos cuenta de esto y vivimos como de espaldas a la realidad profunda, que no es otra cosa que la seguridad de que todo está regido por el amor de Dios: “Él no tuvo nada que reparar en la cruz, puesto que subió a ella sin pecado alguno. Reparémonos nosotros en su cruz, clavando en ella el mal que hemos contraído, para poder ser justificados por su resurrección” (Sermón 236,1).



Para entender adecuadamente la vida cristiana y la vida religiosa en ella es importante ir a la experiencia pascual. El acontecimiento pascual es el irrumpir de la vida trinitaria en la historia de la humanidad y es, a la vez, el acontecimiento que abre la posibilidad de retorno de la humanidad a la Trinidad. Pero es más, en el relato de los discípulos de Emaús se puede ver el desafío del seguimiento de Jesús y el drama de la noche oscura de los discípulos de entonces y de siempre, también de los de ahora. Para ellos todo era fracaso, como si todo hubiera sido un mal sueño, una pérdida de tiempo y, dado que es necesario seguir viviendo, se marchan para su casa, se vuelven a lo privado y abandonan lo comunitario; sólo la vuelta a la comunidad puede devolver la esperanza en plenitud. Lo cierto es que con el reconocimiento de Cristo resucitado y vivo, los dos discípulos se dan cuenta que su viaje no puede terminar en Emaús si quieren que Jesús permanezca con ellos; cuando se les abrieron los ojos y le reconocieron, el Resucitado desapareció. La meta de este viaje es Jerusalén: la ciudad de Dios, el lugar de la convivencia humana auténtica, la ciudad ideal, la meta es la comunidad que se construye alrededor de la Palabra y de la Eucaristía, y en torno a los Apóstoles y a sus sucesores, pero una vez reconocido es necesario reconocerle donde él está, en el corazón: “Caminaba con ellos, es acogido como huésped, fracciona el pan y es reconocido. No digamos nosotros que no conocemos a Cristo; lo conocemos si creemos. Ellos tenían a Cristo en el banquete; nosotros lo tenemos dentro, en el alma. Mayor cosa es tener a Cristo en el corazón que tenerlo en casa. Nuestro corazón nos es más interior de lo que lo es nuestra casa... Ayer advertí e hice ver a vuestra caridad que la resurrección de Cristo se realiza en nosotros si vivimos bien, si muere nuestra antigua vida mala y progresa a diario la nueva” (Sermón 232,7-8).

Las cosas de Dios nunca pueden terminar en la muerte, es más, las cosas de Dios no pueden saciar plenamente al cristiano, ni le pueden bastar, porque no le puede saciar algo que sea menos que Dios, y es que “nada de lo que Dios te prometió vale algo separado de Él mismo. Con nada me saciará Dios, a no ser con la promesa de sí mismo... Tengo sed del creador de todas estas cosas; de Él tengo hambre y sed” (Sermón 158,7).

Si también nosotros experimentamos la llamada, la elección de Dios, si somos capaces de saborear su presencia, nos sentiremos entusiasmados en el seguimiento. La vida religiosa es sobre todo una relación dialogal, que comienza en el camino de Emaús pero que sólo descansará en la comunión plena... Si es cierto que la vocación es el progresivo desvelarse del Amor de Dios, la vida religiosa, como toda vida cristiana, es devolver amor al Amor y dejar que Dios tome posesión de nosotros: “Mira con vistas a qué has de gemir. Desprecia tu propio espíritu, recibe el Espíritu de Dios. No ha de temer tu espíritu que, cuando comience a habitar en ti el Espíritu de Dios, vaya a sufrir estrecheces en tu cuerpo. Cuando el Espíritu de Dios comience a habitar en tu cuerpo, no expulsará de él a tu propio espíritu; no tengas miedo... No temas hallarte en estrecheces, recibe a este huésped, pero no pensando en uno que está de paso. Nada va a darte en el momento de la partida. Al venir habite en ti y éste es su don. Hazte suyo, que no te abandone ni se aleje de ti; sujétale de todas todas y dile: Señor, Dios nuestro, poséenos” (Sermón 169,15).

El verdadero cristiano toca a Cristo con la fe y reconoce a Cristo en el pan partido, porque la pascua tiene mucho que ver con la Eucaristía: “Así, pues, Cristo nuestro Señor, que en su pasión ofreció por nosotros lo que había tomado de nosotros en su nacimiento, constituido príncipe de los sacerdotes para siempre, ordenó que se ofreciera el sacrificio que estáis viendo, el de su cuerpo y sangre. En efecto, de su cuerpo, herido por la lanza, brotó agua y sangre, mediante la cual borró los pecados del mundo. Recordando esta gracia, al haber realizado la liberación de vuestros pecados, puesto que es Dios quien la realiza en vosotros, acercaos con temor y temblor a participar de este altar. Reconoced en el pan lo que colgó del madero, y en el cáliz lo que manó del costado. En su múltiple variedad, aquellos antiguos sacrificios del pueblo de Dios figuraban a este único sacrificio futuro” (Sermón 228 B,2).




3. La alegría pascual.



“Dado que el Señor  quiso que encontrara a vuestra caridad en el momento de cantar el Aleluya, debo deciros unas palabras sobre el Aleluya mismo. Espero no seros molesto recordándoos lo que ya sabéis, de la misma manera que repetimos diariamente el Aleluya y diariamente nos causa satisfacción. Sabéis que Aleluya se traduce por alabad a Dios. De esta forma, cantando lo mismo y con idénticos sentimientos, nos animamos recíprocamente a alabar al Señor. Sólo a Él puede alabarle el hombre tranquilamente, porque nada tiene que pueda desagradarle. También en este tiempo de nuestra peregrinación cantamos el Aleluya como viático para nuestro solaz; el Aleluya es ahora para nosotros cántico de viajeros. Nos dirigimos por un camino fatigoso a la patria tranquila, donde, depuestas todas nuestras ocupaciones, no quedará más que el Aleluya... Entonces será realidad el Aleluya; ahora lo poseemos sólo en esperanza. La esperanza es la que lo canta ; el amor lo canta ahora, y lo cantará también entonces; pero ahora lo canta el amor hambriento, y entonces lo cantará el amor gozoso” (Sermón 255,1.5).

El cristiano es el hombre que ha de vivir en acción de gracias, su destino es la dicha y la felicidad sin fin y es necesario que se prepare a vivir la vida del reino en plenitud viviendo ahora en la alabanza, porque “la máxima obra del hombre es alabar a Dios. A Él le corresponde agradarte con su rostro, y a ti alabarle con la acción de gracias. Si tus obras no alaban a Dios, comienzas a alabarte a ti mismo... Luego sea tu obra la alabanza de Dios, prorrumpa tu corazón palabra buena. Di, pues, tus obras al rey, porque el rey hizo que las dijeses y te dio lo que ofreces” (Comentario al salmo 44,9).

En un contexto pascual Agustín nos habla de la alabanza y del gozo, es decir, en la pascua estamos en equilibrio entre el gozo de lo que se cree y posee y el deseo de lo que falta pero que estamos seguros de que tendremos acceso a ello con tal de que nos entrenemos en el ahora para la posesión de la gloria futura en la alabanza: “El ejercicio de nuestra vida presente debe tender a alabar a Dios, porque el regocijo sempiterno de nuestra vida futura será la alabanza de Dios; y nadie puede hacerse idóneo de la vida futura si no se hubiere ejercitado ahora en orden a ella” (Comentario al salmo 148,1).

El tiempo de Pascua es el tiempo del aleluya, del cántico nuevo, del día nuevo que hace que los cristianos vivan de forma nueva. Esta realidad litúrgica en Agustín se integra en una concepción personalista de la fe cristiana. Si estamos en el día nuevo, esto ha de significar una renovación en profundidad de cada uno de nosotros y de la realidad misma. Para ser hombres nuevos Agustín nos invita a vivir en la verdad, a renovarnos siempre: “Adán, en efecto, fue hombre, pero no hijo del hombre; Cristo, en cambio, fue hijo del hombre y Dios. El hombre viejo, es decir, Adán pertenece a la mentira; el hombre nuevo, hijo del hombre, es decir, Cristo-Dios, a la verdad. Si abandonas la mentira, despójate de Adán; si hablas la verdad, revístete de Cristo” (Sermón 166,2). En el fondo está claro que esto no lo podemos realizar nosotros, es Dios mismo el que puede realizar que nosotros nos convirtamos en hijos de Dios:  “Levanta el corazón, raza humana; respira el aire de la vida y de la libertad llena de seguridad. ¿Qué escuchas? ¿Qué se te promete?... Levanta, por tanto, tu esperanza. Gran cosa es lo que se te ha prometido, pero te lo ha prometido quien es grande. Parece demasiado e increíble y como imposible el que los hijos de los hombres se conviertan en hijos de Dios. Pero por ellos se ha hecho algo más: el Hijo de Dios se hizo hijo del hombre. Levanta, pues, tu esperanza, ¡oh hombre!” (Sermón 242,5).



Cada cristiano puede convertirse en nuevo si obra la justicia, si vive en el bien. El canto que entona es la expresión del amor, por eso es canto nuevo en la vida nueva, Agustín invita a catar el cántico nuevo, a ser hombres nuevos: “Cantadle cántico nuevo. Desnudaos de la vejez, pues conocisteis el cántico nuevo. Nuevo hombre, nuevo Testamento, nuevo cántico. No pertenece a los hombres viejos el cántico nuevo; éste sólo lo aprenden los hombres nuevos que han sido renovados de la vejez por la gracia y que pertenecen ya al Nuevo Testamento, el cual es el reino de los cielos. Por él suspira todo nuestro amor y canta el cántico nuevo. Cante cántico nuevo, no la lengua, sino la vida. Cantadle cántico nuevo; cantadle bien. Cada uno pregunta cómo ha de cantar a Dios. Cantadle, pero no mal. No quiere que le molestes sus oídos. Canta bien, ¡oh hermano! Si tiemblas cantar sin conocimiento alguno musical a un buen oyente músico, por no desagradar al artista, cuando se te dice canta para agradarle, puesto que lo que el inexperto no conoce en ti, lo censura el artífice, ¿quién se ofrecerá a cantar bien a Dios, que como excelente músico oye, juzga del cantor y examina todas las salmodias? ¿Cuándo puedes brindar tan depurada maestría en el canto que no desagrades en nada a oídos tan perfectos? He aquí que te da como el módulo para cantar: no busques palabras como si pudieras explicar de qué modo se deleita Dios. Canta con regocijo, pues cantar bien a Dios es cantar con regocijo. ¿Qué significa cantar con regocijo? Entender, porque no puede explicarse con palabras lo que se canta en el corazón” (Comentario al Salmo 32,2, s.1,8). El hombre se hace canto nuevo amando a Dios y al prójimo: “Amemos, amemos gratuitamente, pues amamos a Dios, mejor que el cual nada podemos encontrar. Amémosle a él por él mismo y amémonos a nosotros en él, pero por él. Ama verdaderamente al amigo quien ama a Dios en el amigo o porque ya está o para que esté en él. Este es el verdadero amor. Si nuestro amor tiene otras motivaciones, más que amor, es odio”(Sermón 336, 2). Por tanto, la pascua es el tiempo ideal para tomar conciencia de que somos pecadores, pero también de que hemos sido reconciliados y que el Dios que buscamos se ha hecho vecino nuestro y por eso estamos alegres y cantamos en nuestro camino.

Celebrar la pascua es entender que la vida cristiana tiene que ser alegre y resplandeciente, porque Cristo ha resucitado y nosotros estamos llamados a vivir la misma realidad: “Ved qué alegría, hermanos míos; alegría por vuestra asistencia, alegría de cantar salmos e himnos, alegría de recordar la pasión y resurrección de Cristo, alegría de esperar la vida futura. Si el simple esperarla nos causa tanta alegría, ¿qué será el poseerla? Cuando estos días escuchamos el 'Aleluya', ¡cómo se transforma el espíritu! ¿No es como si gustáramos un algo de aquella ciudad celestial? Si estos días nos producen tan grande alegría, ¿qué sucederá aquel en que se nos diga: 'Venid, benditos de mi Padre; recibid el reino'; cuando todos los santos se encuentren reunidos, cuando se encuentren allí quienes no se conocían de antes, se reconozcan quienes se conocían; allí donde la compañía será tal que nunca se perderá un amigo ni se temerá un enemigo? Henos, pues, proclamando el 'Aleluya'; es cosa buena y alegre, llena de gozo, de placer y de suavidad. Con todo, si estuviéramos diciéndolo siempre, nos cansaríamos; pero como va asociado a cierta época del año, ¡con qué placer llega, con qué ansia de que vuelva se va! ¿Habrá allí acaso idéntico gozo e idéntico cansancio? No lo habrá. Quizá diga alguno: '¿Cómo puede suceder que no engendre cansancio el repetir siempre lo mismo?' Si consigo mostrarte algo en esta vida que nunca llega a cansar, has de creer que allí todo será así. Se cansa uno de un alimento, de una bebida, de un espectáculo; se cansa uno de esto y aquello, pero nunca se cansa nadie de la salud. Así, pues, como aquí, en esta carne mortal y frágil, en medio del tedio originado por la pesantez del cuerpo, nunca ha podido darse que alguien se cansara de la salud, de idéntica manera tampoco allí producirá cansancio la caridad, la inmortalidad o la eternidad” (Sermón 229 B,2).



Para el hombre que está en camino y vive separado de la patria donde toda la vida será alabar a Dios con un eterno Aleluya, el tiempo pascual es el tiempo en el que se pone en funcionamiento todo el dinamismo interior: “No sin motivo, hermanos míos, conserva la Iglesia  la tradición antigua de cantar el Aleluya durante estos cincuenta días. Aleluya y alabanza a Dios son la misma cosa. Con él se nos anticipa simbólicamente, en medio de nuestras fatigas, lo que haremos en el descanso eterno. En efecto, cuando después del trabajo presente lleguemos a aquel descanso, la única ocupación será alabar a Dios, todo nuestro obrar se reducirá al Aleluya... Repitámoslo cuantas veces podamos para merecer cantarlo por siempre. Nuestro alimento, nuestra bebida, nuestro descanso y todo nuestro gozo allí será el Aleluya, es decir, la alabanza de Dios. ¿Quién, en efecto, alaba algo sin cansancio sino el que goza sin fastidio? ¡Cuál no será, pues, el vigor del espíritu; cuál la inmortalidad y la solidez del cuerpo, si ni la mente decaerá de la contemplación de Dios ni los miembros sucumbirán en esa interminable alabanza de Dios!” (Sermón 252,9).

Nuestra alegría, nuestra fiesta, tiene un nombre, se trata de la alegría que brota de experimentar que Dios mismo nos ha rescatado y podemos participar de su luz. La pascua es el tiempo de la luz y del cumplimiento de todo lo que Dios había prometido, pero es también el tiempo de la sinceridad y de la verdad: “Una vez que Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado, celebremos este día de fiesta, como dice el Apóstol, no con levadura vieja o de maldad, sino con los panes ácimos de la sinceridad y de la verdad, de manera que la celebración cristiana manifieste como ya cumplido lo que la ley antigua anunciaba como futuro, y, viendo que ellos se quedaron en las sombras, nosotros nos alegremos de habernos adheridos a la luz” (Sermón 229 C,2).

Agustín se da cuenta que la vida cristiana, que ha nacido en la noche de Pascua, es una vida en la que se deben empeñar en vivirla en la alegría, en el cántico nuevo, porque es una vida nueva. Pero esta vida nueva y este cántico nuevo no puede ser sólo cuestión de palabras, es necesario que también se note en los hechos y es allí donde el amor es la clave para el bien hacer: “Cantad con vuestras voces, cantad con los corazones; cantad con las bocas, cantad con las costumbres... La alabanza del cantar es el mismo cantor. ¿Queréis entonar alabanzas a Dios? Sed vosotros lo que decís. Sois su alabanza si vivís bien... ¿Buscas de qué alegrarte cuando cantas? Regocíjese Israel en quien lo hizo. No hallará de qué alegrarse, sino de Dios” (Sermón 34,6). Esto tiene que hacerse no sólo a título personal, sino también como comunidad reunida en su nombre: “Alabemos al Señor, hermanos, con la vida y con la lengua, de corazón y de boca, con la voz y con las costumbres. Dios quiere que le cantemos el Aleluya de forma que no haya discordia en quien le alaba. Comiencen, pues, por ir de acuerdo nuestra lengua y nuestra vida, nuestra boca y nuestra conciencia... ¡Oh feliz Aleluya el del cielo; donde el templo de Dios son los ángeles! Es suma la concordia de quienes le alaban allí donde está asegurada la alegría de los cantantes” (Sermón 256,1).

La Pascua, que fue para el pueblo de Israel éxodo, puesta en camino, conciencia de estar en peregrinación y dinamismo de esperanza, ha de tener estas dimensiones también en nuestro tiempo, porque la nueva Pascua es tránsito del pecado a la virtud, de la vida vieja a la nueva. El nuevo acontecimiento pascual y la última fase que corona todo el movimiento de salvación, es el comienzo de la alabanza sin fin, en la novedad de la esperanza. Para que en nosotros podamos decir que se realiza la resurrección de Cristo, para disfrutar de todos sus frutos y mostrarlo a los demás, es necesario vivir bien: “Ayer advertí e hice ver a vuestra caridad que la resurrección de Cristo se realiza en nosotros si vivimos bien, si muere nuestra antigua vida mala y progresa a diario la nueva” (Sermón 232,8).



Agustín nos quiere decir el verdadero sentido de las fiestas pascuales donde la muerte y resurrección de Cristo lleva consigo la resurrección del hombre y es que para él el misterio pascual viene a satisfacer las necesidades profundas del ser humano. El hombre necesitaba resucitar, necesitaba mejorar de su deterioro y Dios hizo su parte: “Ningún cristiano duda que nosotros estábamos muertos en el alma y en el cuerpo... Estas dos realidades, es decir, el alma y el cuerpo, necesitaban de medicina y resurrección, a fin de renovar, mejorándolo, cuanto en el hombre había sido deteriorado... Resucita el alma por la penitencia; en el cuerpo mortal, la renovación a la vida se incoa por la fe, por la que creemos en el que justifica al impío; se afianza con las buenas costumbres y se fortalece de día en día a medida que el hombre interior va renovándose... A esta nuestra doble muerte consagró nuestro Salvador su muerte única, y para obrar nuestra doble resurrección antepuso y propuso su única resurrección como sacramento y ejemplo..., siendo sacramento del hombre interior y ejemplo del exterior. Al sacramento de nuestro hombre interior, para significar la muerte del alma, se refiere aquel gemido de Cristo en el salmo y en la cruz: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?... Es en el interior donde ha de realizarse la sentencia del Apóstol: Despojaos del hombre viejo y vestios del nuevo. Sentido que aclara al añadir: por lo cual, despojándoos de la mentira, hable cada uno verdad. ¿No es en el secreto del lama donde el justo se desnuda de la mentira para poder morar en el monte santo de Dios, que habla verdad en nuestro corazón?... La muerte del Señor en su carne es ejemplo de la muerte de nuestro hombre exterior, pues su pasión es incentivo para sus siervos, aprendiendo a no temer a los que tienen poder para matar el cuerpo, pero se encuentran inermes para matar el alma... La única muerte de nuestro Salvador sirvió de medicina salutífera a nuestra doble muerte. Su resurrección es ejemplo de nuestra doble resurrección, pues su cuerpo nos proporciona suficiente remedio medicinal en ambas cosas, como sacramento del hombre interior y ejemplo del exterior” (La Trinidad 4,3,5-6).

Terminamos reconociendo que uno de los frutos de la pascua es habernos convertido, con título propio, en miembros de Cristo e hijos de Dios y que esto supone una manera de vivir consciente y empeñados en trabajar por la hermandad de todos: “Ved que os habéis convertido en miembros de Cristo. Si consideráis en qué os habéis convertido, todos vuestros huesos dirán: 'Señor, ¿quién como tú?' En efecto, nunca se puede considerar como se merece la condescendencia divina; ¿no nos fallan las palabras y los sentidos ente el hecho de que nos haya llegado la gracia gratuita sin mérito alguno precedente? Por eso mismo se llama gracia: porque se nos ha donado gratuitamente. ¿De qué gracia estoy hablando? De la gracia de ser miembros de Cristo e hijos de Dios; de que también vosotros sois hermanos del Hijo único. Si él es Hijo único, ¿cómo sois vosotros hermanos sino porque él es Hijo único por naturaleza y vosotros sois hermanos por gracia?” (Sermón 224).





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