Reducir y no cambiar los placeres

"Ha llegado el momento solemne de amonestar y exhortar en el Señor a vuestra caridad a que os entreguéis, con fervor más intenso y alegre de lo acostumbrado, al ayuno, a la oración y a la limosna. En realidad, esa amonestación y exhortación os la brinda ya la misma época, aunque yo me calle. Pero se añade el servicio de nuestra palabra, para que, con el sonido de trompeta de esta voz, vuestro espíritu recoja sus fuerzas para la lucha contra la carne. Vuestros ayunos han de estar libres de querellas, gritos y muertes, de manera que hasta quienes os están sometidos experimenten un alivio prudente y benigno, que no signifique echar por tierra la disciplina siempre saludable, sino moderar su severidad y aspereza. Cuando os abstenéis de alguna clase de alimento, incluso de los permitidos y lícitos, para mortificar el cuerpo, acordaos de que todos son puros para los puros; a ninguno consideréis impuro, si no lo ha manchado la infidelidad, pues, como dice el Apóstol, para los impuros e infieles nada hay puro. Cuando los cuerpos de los fieles son sometidos a servidumbre, toda disminución del placer corporal va en provecho de la salud del espíritu. Por ello debéis guardaros de buscar manjares exquisitos, bajo la excusa de no comer carne. La mortificación del cuerpo y su reducción a servidumbre conlleva reducir los placeres, no cambiarlos por otros. ¿Qué importa un alimento u otro, si la culpa está en el deseo inmoderado del mismo" (Sermón 208, 1).

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