Domingo de la cuarta semana de cuaresma

"Jesús les dijo: Yo soy la luz del mundo
quien me sigue no camina en tienieblas
sino que tendrá la luz de la vida".
(Jn 8, 12)


Las obras que nuestro Señor Jesucristo hizo entonces en los cuerpos las hace ahora en los corazones. Aunque en modo alguno cesa de realizarlas también en los cuerpos, es mucho más grande lo que hace en los corazones. En efecto, si es cosa grande ver la luz del cielo, ¡cuánto más lo es ver la luz de Dios! Para esto precisamente, para ver la luz que es Dios, son sanados, abiertos y purificados los ojos del corazón. Dios —dice la Escritura— es luz y en él no hay tiniebla alguna (1Jn 1,5), y el Señor en el Evangelio: Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5,8). Por tanto, quienes nos extrañamos admirados de que este ciego vea, supliquemos con cuantas fuerzas que el Señor nos otorgue, la curación y purificación de nuestros corazones. Si son buenas las costumbres, los corazones están ya purificados. Pues ¿de qué sirve el verse purificados de los pecados en la fuente sagrada, si en seguida nos manchamos con pésimas costumbres?
Los distintos momentos de esta acción del Señor por la que otorgó la vista al ciego, nos invita a considerar algo grande y obligado. En efecto, el Señor Jesucristo podía —¿quién hay que le niegue ese poder?— tocar los ojos del ciego sin saliva ni lodo y devolverle o, mejor, darle la vista al instante. Estaba en su poder. ¿Por qué digo: si le hubiese tocado con la mano? ¿Qué no hubiese podido hacer con la sola palabra si lo hubiese mandado? ¿Qué no puede hacer la Palabra con la palabra? Pues no se trata de cualquier palabra, sino de ésta: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Esta Palabra, que en el principio era Dios junto a Dios, se hizo carne para habitar entre nosotros (Jn 1,1-2,14) (...)el Señor, al curar a este ciego de nacimiento, en el que se figuraba al género humano, ciego también de nacimiento, guardó un procedimiento preciso. El Señor escupió en la tierra, hizo lodo y el Señor le untó los ojos con saliva. La tierra significa a los profetas; Efectivamente, esta tierra fue enviada delante, pues ¿qué otra cosa son los profetas sino tierra? Siendo en verdad hombres hechos de tierra, recibieron el Espíritu del Señor y ungieron al pueblo de Dios. Tenían la profecía, pero aún no veían.
Pero mira ahora adónde fue enviado para que lavara su cara. A la piscina de Siloé. ¿Qué significa Siloé? Es un bien que no lo haya callado el evangelista: que significa «enviado» (Jn 9,7). ¿Quién ha sido enviado sino aquel de quien se dijo: He aquí el cordero de Dios? En él se lava la cara, y quien había sido untado adquiere la vista, porque en Cristo el Señor se ha hecho realidad toda profecía.
Quien no conoce a Cristo camina untado solamente. Ahora bien, el procedimiento seguido primeramente con relación a los ojos de este hombre, se mantuvo también con relación a su corazón.Prestad atención a la pregunta que le hicieron los judíos: ¿Qué dices de ese hombre? Digo—respondió— que es un profeta (Jn 9,17). Aún no había lavado la faz de su corazón en Siloé. Sus ojos ya estaban abiertos, pero su corazón estaba todavía untado, cuando ya había lavado la cara. Respondió como pudo, como quien está untado y aún no ve. Mostró hallarse untado, evidentemente, en su corazón, a la vez que la apertura de los ojos de su carne.

Tratemos de encontrar, pues, al ciego, con los ojos ya abiertos, pero aún no untado en su corazón, en el momento en que se lava la cara. Los furiosos judíos, vencidos y convictos, ciegos de cólera hacia el que ya veía, lo arrojaron fuera. Cuando lo arrojaron fuera, fue precisamente cuando entró allí de donde no podrían arrojarle fuera los judíos presentes en la casa de Dios. Así, pues, expulsado fuera, encontró al Señor en el templo, quien le dijo: ¿Crees tú en el Hijo de Dios? —en efecto, conocía quién había dado la vista a su cuerpo, aunque aún tenía que recibirla en el corazón. Ahora lava la faz de su corazón, ahora viene a Siloé, porque ahora entiende que es el Unigénito enviado—. Como un untado que aún no ve, le respondió: ¿Quién es, Señor, para creer en él? Y el Señor a su vez:Le has visto; el que está hablando contigo, ése es. Darle estas palabras equivale a lavarle la cara. Por último, ya acabada de lavar la cara, viendo en su corazón, dijo: Creo, Señor; y, postrándose, lo adoró (Jn 9,34-38)..
(Sermo 136/C, 1-3.5)

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