Jueves III Semana de Cuaresma

"No quieres sacrificio ni ofrenda…
Por eso he dicho: Aquí estoy.
Señor, esto deseo,
tu Ley en lo profundo de mi corazón".
(Sal 40, 7.8.9)




El culto verdaderamente agradable a Dios


A éste le debemos el servicio, llamado en griego λατρεία, ya en algunos ritos sagrados, ya en nosotros mismos. Somos, en efecto, todos a la vez y cada uno en particular, templos suyos, ya que se digna morar en la concordia de todos y en cada uno en particular (1Cor 3,16-17), sin ser mayor en todos que en cada uno, puesto que ni se distiende por la masa ni disminuye por la participación. Cuando nuestro corazón se levanta a Él, se hace su altar: lo aplacamos con el sacerdocio de su primogénito; le ofrecemos víctimas cruentas cuando por su verdad luchamos hasta la sangre; le ofrecemos suavísimo incienso cuando en su presencia estamos abrasados en religioso y santo amor; le ofrendamos y devolvemos sus dones en nosotros, y a nosotros mismos en ellos; en las fiestas solemnes y determinados días le dedicamos y consagramos la memoria de sus beneficios a fin de que con el paso del tiempo no se nos vaya introduciendo solapadamente el olvido; con el fuego ardiente de caridad le sacrificamos la hostia de humildad y alabanza en el ara de nuestro cuerpo. Para llegar a verlo como Él puede ser visto, y para unirnos a Él, nos purificamos de toda mancha de pecado y malos deseos, y nos consagramos en su nombre. Él es fuente de nuestra felicidad, es meta de nuestro apetito. Eligiéndolo a Él, o mejor reeligiéndolo, pues lo habíamos perdido por negligencia; reeligiéndolo a Él, de donde procede el nombre de «religión», tendemos a Él por amor para descansar cuando lleguemos; y de este modo somos felices, porque en aquella meta alcanzamos la perfección. Nuestro bien, sobre cuya meta tal debate hay entre los filósofos, no es otro que unirnos a Él: su abrazo incorpóreo, si se puede hablar así, fecunda el alma inmortal y la llena con verdaderas virtudes. Se nos manda amar este bien con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. A este bien debemos llevar a los que amamos y ser llevados por los que nos aman. Así se cumplen los dos mandamientos en que consiste la Ley y los Profetas: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, y con toda su mente, y Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Mt 22,32-37) Para que el hombre supiese amarse se le puso delante la meta, adonde tenía que dirigir todo lo que hacía para ser feliz. Y esta meta es unirse a Dios (Sal 72,28). Ahora bien, cuando se manda a uno, que sabe amarse a sí mismo, que ame al prójimo como a sí mismo, ¿qué otra cosa se le manda sino que le recomiende, cuando puede, que ame a Dios? Éste es el culto de Dios; ésta, la verdadera religión; ésta, la piedad recta; ésta, la servidumbre debida sólo a Dios.
(Civ Dei X, 3.2)

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