De la nube salió una voz que decía:
Éste es mi Hijo querido, mi predilecto. Escuchadle.(Mt 17, 5)
(Jesucristo) quien ha destruido la muerte
e iluminado la vida inmortal
por medio del Evangelio.(2 Tim 1, 10)
Éste es mi Hijo querido, mi predilecto. Escuchadle.(Mt 17, 5)
(Jesucristo) quien ha destruido la muerte
e iluminado la vida inmortal
por medio del Evangelio.(2 Tim 1, 10)
Dios no te reserva algo suyo, sino a sí mismo
Así, pues, al cubrirlos a todos la nube y haciendo en cierto modo una sola tienda para ellos, sonó también desde la nube una voz que decía: Este es mi Hijo amado. Allí estaba Moisés, allí Elías. No se dijo: «Estos son mis hijos amados». Una cosa es, en efecto, el Hijo único, y otra los adoptados. Se encarecía a aquel de quien se gloriaban la Ley y los Profetas. Este es —dice— mi hijo amado, en quien me he complacido; escuchadle(Mt 17,5; Lc 9,35), puesto que es él a quien habéis escuchado en los Profetas y en la Ley. Y ¿dónde no 1e oísteis a él? Al oír esto, ellos cayeron a tierra18. Ya se nos manifiesta en la Iglesia el reino de Dios. Aquí está el Señor, aquí la Ley y los Profetas; el Señor, en cuanto Señor; la Ley, personificada en Moisés, la Profecía, personificada en Elías. Pero estos en condición de siervos, de ministros. Ellos, como vasos; él, como fuente. Moisés y los profetas hablaban y escribían, pero cuanto fluía de ellos, de él lo tomaban.
Por tanto, el que ellos cayeran a tierra simbolizó nuestra muerte, puesto que se dijo a la carne: Eres tierra y a la tierra irás (Jn 3,19) . A su vez, el que el Señor los levantase simbolizó nuestra resurrección. Una vez que esta haya tenido lugar, ¿de qué te sirve la Ley? ¿De qué te sirve la Profecía? Por esto no aparecen ya ni Elías ni Moisés. Te queda el que en el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios (Jn 1,1). Te queda el que Dios es todo en todo (cfr. 1Cor 15,28). Allí estará Moisés, pero no ya la Ley. Allí veremos también a Elías, pero ya no al profeta. Pues la Ley y los Profetas dieron testimonio de Cristo, esto es, que convenía que padeciese, resucitase al tercer día de entre los muertos y entrase en su gloria (cfr. Lc 24,44-47). Tras la resurrección tendrá lugar lo que Dios prometió a los que lo aman: El que me ame será amado de mi Padre y yo también lo amaré. Y como si le preguntase: «Dado que le amas, ¿qué le vas a dar?» Y me manifestaré a él (Jn 14,21). ¡Gran don, gran promesa! El premio que Dios te reserva no es algo suyo, sino él mismo. ¿Por qué no te basta, ¡oh avaro!, lo que Cristo promete? Te crees rico; pero si no tienes a Dios, ¿qué tienes? Otro es pobre pero, si tiene a Dios, ¿qué no tiene?
Desciende, Pedro. Querías descansar en la montaña: desciende, predica la palabra, insta a tiempo y a destiempo, arguye, exhorta, reprende con toda longanimidad y doctrina (cfr. 2Tim 4,2). Fatígate, suda, sufre algunos tormentos para poseer en la caridad, por la blancura y la belleza de las buenas obras, lo simbolizado en las blancas vestiduras del Señor. En efecto, cuando se leyó al Apóstol, le oímos decir en elogio de la caridad: No busca sus cosas (1Cor 13,5). No busca sus cosas, puesto que dona las que posee. Lo mismo dice en otro lugar pero en términos más peligrosos, si no los entiendes bien. Pues, siempre con referencia a la caridad misma, el Apóstol, dando órdenes a los fieles, los miembros de Cristo, dice: Nadie busque lo suyo, sino lo del otro. Efectivamente, nada más oír esto, el avaro, como buscando lo ajeno en actitud de negociante, maquina fraudes para así embaucar a quien sea y buscar, en vez de lo propio, lo ajeno. Eche el freno la avaricia y suéltelo la justicia; escuchemos y comprendamos. Se dijo a la caridad: Nadie busque lo propio, sino lo del otro. Pero si tú, avaro, te opones a este precepto y prefieres ampararte en él para desear lo ajeno, renuncia a lo tuyo. Mas como te conozco, quieres poseer lo tuyo y lo ajeno. Cometes fraudes para obtener lo ajeno; sufre un robo que te haga perder lo tuyo. No quieres buscar lo tuyo, sino que quitas lo ajeno. Si haces esto, no obras bien. Oye, ¡oh avaro!; escucha. En otro pasaje te expone el Apóstol con más claridad el texto: Nadie busque lo suyo, sino lo del otro. Dice de sí mismo: Pues no busco mi utilidad, sino la de muchos, para que se salven (1Cor 10,33). Pedro aún no entendía esto cuando deseaba vivir con Cristo en el monte. Esto, ¡oh Pedro!, te lo reservaba para después de su muerte. Lo que te dice ahora es: «Desciende a fatigarte en la tierra, a servir en la tierra, a ser despreciado, a ser crucificado en la tierra. Descendió la vida para encontrar la muerte; bajó el pan para sentir hambre; bajó el camino para cansarse en el trayecto; descendió el manantial para tener sed, y ¿rehúsas fatigarte tú? No busques tus cosas. Ten caridad, predica la verdad; entonces llegarás a la eternidad, donde encontrarás seguridad».
(Serm. 78, 3-6)
EN BREVE...No te quedes vacía, alma mía, no endurezcas el oído del corazón con el tumulto de tus vanidades. Escucha también tú: la Palabra misma te grita que vuelvas.... Pon, pues, en Él tu morada, alma mía, confía en Él todo lo que de Él recibes (Conf. 4,11)
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