Sermón 208 - El ayuno, la limosna, el perdón.

Ha llegado el momento solemne de amonestar y exhortar en el Señor a vuestra caridad a que os entreguéis, con fervor más intenso y alegre de lo acostumbrado, al ayuno, a la oración y a la limosna. En realidad, esa amonestación y exhortación os la brinda ya la misma época, aunque yo me calle. Pero se añade el servicio de nuestra palabra, para que, con el sonido de trompeta de esta voz, vuestro espíritu recoja sus fuerzas para la lucha contra la carne. Vuestros ayunos han de estar libres de querellas, gritos y muertes, de manera que hasta quienes os están sometidos experimenten un alivio prudente y benigno, que no signifique echar por tierra la disciplina siempre saludable, sino moderar su severidad y aspereza. Cuando os abstenéis de alguna clase de alimento, incluso de los permitidos y lícitos, para mortificar el cuerpo, acordaos de que todos son puros para los puros; a ninguno consideréis impuro, si no lo ha manchado la infidelidad, pues, como dice el Apóstol, para los impuros e infieles nada hay puro.
Cuando los cuerpos de los fieles son sometidos a servidumbre, toda disminución del placer corporal va en provecho de la salud del espíritu. Por ello debéis guardaros de buscar manjares exquisitos, bajo la excusa de no comer carne. La mortificación del cuerpo y su reducción a servidumbre conlleva reducir los placeres, no cambiarlos por otros. ¿Qué importa un alimento un alimento u otro, si la culpa está en el deseo inmoderado del mismo? La voz divina condenó a los israelitas por apetecer no sólo carnes, sino también algunos frutos y alimentos del campo. Y Esaú perdió su primogenitura no por una chuleta de cerdo, sino por un guiso de solas lentejas. Voy a omitir lo que el Señor, hambriento, respondió al tentador a propósito del mismo pan, Él que con toda certeza no domaba su carne como si se le rebelara, sino que nos indicaba misericordiosamente qué debemos responder en tales tentaciones. Por lo tanto, amadísimos, sean cuales sean los alimentos de que os plazca absteneros, recordad las palabras mencionadas para manteneros en vuestros propósitos por religiosa templanza, sin condenar, por sacrílego error, a ninguna creatura de Dios. Tampoco vosotros los casados echéis en saco roto, sobre todo en este tiempo, los consejos del Apóstol de absteneros temporalmente para vacar a la oración. Sería demasiada desfachatez no hacer ahora lo que es útil hacerlo en todo tiempo. Pienso que no debe ser carga demasiado pesada para los casados el hacer en estos días solemnes de observancia anual lo que las viudas han profesado para una parte de su vida y lo que las santas vírgenes han aceptado para toda ella.

En cualquier caso, es casi un deber acrecentar las limosnas en estas fechas. ¿Hay forma más justa de gastar lo que os ahorráis con vuestra abstinencia que haciendo misericordia? ¿Y hay algo más perverso que entregar a la custodia de la avaricia siempre presente o a que lo consuma la lujuria aplazada lo que se gasta de menos a causa de la abstinencia? Considerad, pues, a quiénes debéis aquello de que os priváis para que la misericordia añada a la caridad lo que la templanza sustrae al placer. ¿Qué decir ahora de aquella obra de misericordia que no comporta sacar nada ni de la dispensa ni de la cartera, sino sólo extraer del corazón lo que comienza a ser más dañino si queda allí dentro que si sale fuera? Me refiero a la ira contra cualquiera anidada en el corazón. ¿Hay cosa más necia que evitar el enemigo exterior y retener otro mucho peor en lo íntimo de las entrañas?... Lo primero que tenéis que conseguir es, pues, que no os coja airados la puesta de este sol, para que el sol de justicia no abandone al alma misma. Pero si la ira ha permanecido en el pecho de alguno hasta hoy, expúlsela al menos ahora, próximo ya el día de la pasión del Señor, quien no se encolerizó contra sus asesinos, por quienes derramó súplicas y la sangre cuando colgaba del madero. Si con suma desfachatez ha resistido hasta estos santos días en el corazón de algunos de vosotros la ira, arrójela de allí al menos ahora, para que la oración avance segura, sin tropiezos, sin sacudidas, y no tenga que callar bajo las punzadas de la conciencia cuando llegue el momento de decir: Perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Sin duda, habéis de pedir que algo no se os tome en cuenta y que algo se os conceda. Perdonad, pues, y se os perdonará; dad, y se os dará. Cosas estas, hermanos, que debéis realizar y meditar perpetuamente, aunque yo nada os diga. Como mi voz, al servicio de tantos testimonios divinos, se siente apoyada también por la celebración de estos días, no he de temer que ninguno de vosotros me desprecie a mí, o más bien al Señor de todos en mi personas; al contrario, he de esperar que su grey, reconociendo que lo dicho son palabras suyas, le escuche, para ser, a su vez, escuchada de forma eficaz.

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