Sermón 210 - El ayuno cuaresmal.

Ha llegado el tiempo solemne que nos invita a humillar nuestras almas y a mortificar nuestros cuerpos mediante la oración y el ayuno con mayor intensidad que en cualquier otra época. ¿Por qué tiene lugar cuando se acerca la solemnidad de la pasión del Señor? ¿Cuál es el misterio que se celebra en el número de cuarenta días? Puesto que estas preguntas traen intrigados a algunos, me he propuesto presentar a vuestra caridad lo que el Señor se digne concederme que os diga al respecto. Su fe y su piedad —pues nos consta que les mueve no el ansia de litigar, sino de conocer— nos serán de gran ayuda para que Dios nos otorgue decir algo.


            La primera pregunta que suelen hacer es ésta: «¿Por qué el mismo Señor Jesucristo, que, habiendo tomado un cuerpo humano, hecho hombre se manifestó a los hombres para darnos ejemplo de cómo se ha de vivir y morir y una prueba de la resurrección, ayunó no antes, sino después de haber sido bautizado?» Así está escrito en el Evangelio: Habiendo sido bautizado, al instante salió del agua; y he aquí que los cielos se le abrieron, y vio descender sobre sí al Espíritu de Dios. Y una voz decía desde el cielo: «Este es mi hijo amado, en quien me he complacido.» Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Y, tras haber ayunado por espacio de cuarenta días, sintió hambre. Nosotros, en cambio, ayunamos con quienes van a ser bautizados en las fechas anteriores a su bautismo, que tiene lugar al comienzo del día de Pascua, después del cual suspendemos los ayunos durante •cincuenta días. Lo cual podría ser causa de turbación si sólo estuviera permitido administrar y recibir el bautismo en la solemnidad de Pascua. Pero como, por la gracia de Dios, que nos otorgó el poder ser hijos suyos, en cualquier época del año está permitido recibirlo, quedando a merced de la necesidad o voluntad de cada uno2, y, por otra parte, la celebración anual de la pasión del Señor sólo está permitido celebrarla en un día que recibe el nombre de Pascua, sin duda alguna hay que separar el sacramento del bautismo de la Pascua. El bautismo puede recibirse en cualquier fecha; la Pascua sólo es lícito celebrarla en una y precisa. Aquél se confiere para otorgar una nueva vida; ésta se recomienda para perpetuar el recuerdo de los misterios de la religión. Pero el hecho de que en ese día concurra un número considerablemente mayor de candidatos al bautismo no se debe a que en él la gracia salvadora sea más abundante, sino a que la mayor alegría de la fiesta invita a ello.

¿No hemos de distinguir también el bautismo de Juan,  el recibido entonces por Cristo, del de Cristo, que reciben los que creen en él? Aunque Cristo es mejor que el cristiano, no por eso es mejor aquel bautismo con que fue bautizado Cristo que el otro con que lo es el cristiano; al contrario, por la misma razón, se antepone éste, puesto que es de Cristo, a aquél. En efecto, a Cristo lo bautizó Juan, aun confesándose inferior a él; al cristiano, en cambio, lo bautiza Cristo, que mostró ser superior incluso a Juan. Del mismo modo, la circuncisión de la carne, aunque también Cristo se sometió a ella, pero que ningún cristiano practica hoy, es inferior al misterio de la resurrección del Señor, mediante el cual se circuncida el cristiano para despojarse de la vida antigua según la carne, conforme a lo que dice el Apóstol: Como Cristo resucitó de entre los muertos para gloria del Padre, así también nosotros hemos de caminar en novedad de vida. Lo mismo sucede con la pascua antigua, que se mandó celebrar sacrificando un cordero; no por haberla celebrado Cristo con sus discípulos es mejor que nuestra Pascua, en la que fue inmolado Cristo. Miraba a darnos un ejemplo de humildad y devoción cuando al venir se dignó asumir incluso aquellos ritos en los que estaba preanunciada su llegada. De esta manera manifestaba con cuánta piedad conviene que aceptemos aquellos otros en los que se anuncia que ya ha venido. Por el hecho de que Cristo ayunó inmediatamente después de recibir el bautismo, no hemos de creer que estableció una norma de observancia, como si necesariamente hubiera que ayunar después de la recepción del bautismo de Cristo. Con su ejemplo nos indicó que debemos ayunar, sobre todo, si se diera el caso de entrar en lucha encarnizada con el tentador. He aquí el motivo por el que Cristo, que se dignó nacer como hombre, no rechazó el ser tentado como hombre: para que el cristiano, amaestrado con su ejemplo, pueda vencer al tentador. Ha de ayunarse, pues, sea inmediatamente después del bautismo, sea después de un indeterminado espacio de tiempo, cuando el hombre se encuentra en este tipo de lucha contra la tentación, para que el cuerpo cumpla su milicia con la mortificación y el alma consiga la victoria con su humillación. En el caso del Señor, el motivo del ayuno no fue el bautismo en el Jordán, sino la tentación del diablo.

He aquí la causa de que nosotros ayunemos con anterioridad a la solemnidad de la pasión del Señor y de que abandonemos el ayuno durante los cincuenta días siguientes3. Todo el que ayuna como es debido, o bien busca humillar su alma, desde una fe no fingida, con el gemido de la oración y la mortificación corporal, o bien pasa del placer camal hasta sentir hambre y sed, porque, movido por alguna carencia espiritual, su mirada está puesta en el goce de la verdad y la sabiduría. De ambas clases de ayuno habló el Señor a quienes le preguntaron por qué sus discípulos no ayunaban. Referente al primero, que mira a la humillación del alma, dijo: No pueden llorar los amigos del esposo mientras el esposo está con ellos. Pero llegará el momento en que les será quitado, y entonces ayunarán. Del otro que mira a alimentar la mente, dijo a continuación: Nadie echa un remiendo de paño nuevo a un vestido viejo, para que no se haga mayor el rasgón; ni nadie mete vino nuevo en odres viejos, no sea que se rompan los odres y se derrame el vino, sino que el vino nuevo se vierte en odres nuevos, y así se conservan ambos. Así, pues, habiéndosenos quitado el esposo, nosotros, hijos suyos, hemos de llorar. El más hermoso, por su aspecto, de los hijos de los hombres, cuya gracia se manifiesta en sus labios, cuando cayó en las garras de sus perseguidores, careció de hermosura y decoro, y su vida fue cortada de la tierra. Justo es nuestro llanto si ardemos en deseos de verle. Dichosos aquellos que tuvieron la posibilidad de tenerle entre ellos antes de su pasión, interrogarle a placer y escucharle como debían hacerlo. Tales días desearon verlos, y no los vieron, los patriarcas ya antes de su venida. Ellos pertenecían a otra economía, en virtud de la cual habían de anunciar su venida, pero no contemplarle una vez llegado. De ellos dice hablando a los discípulos: Muchos justos y profetas quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron, y oír lo que oís, y no lo oyeron. En nosotros se ha cumplido, en cambio, lo que también él dice: Llegarán días en que desearéis ver uno de éstos, y no podréis.

¿Quién no se abrasa en las llamas de tan santo deseo? ¿Quién no llora en esta situación? ¿Quién no se fatiga de tanto llorar? ¿Quién no dirá: Mis lágrimas son mi pan noche y día, mientras se me dice a diario: «Dónde está tu Dios»? Creemos ciertamente en quien ya está sentado a la derecha de Dios, pero mientras vivimos en este cuerpo somos peregrinos lejos de él, y no podemos manifestarlo a quienes desde la duda o la negación nos dicen: ¿Dónde está tu Dios? Con razón su Apóstol quería disolverse y estar con él; el permanecer en la carne no lo consideraba como lo mejor para sí, sino una necesidad en función de nosotros. Donde son tímidos los pensamientos de los mortales, también son inciertas nuestras cautelas, porque esta morada terrena oprime la mente en su mucho pensar. De aquí que la vida humana sobre la tierra sea una tentación y que en la noche de este mundo el león dé vueltas buscando a quién devorar. No el león de la tribu de Judá, nuestro rey, sino el diablo, nuestro enemigo. Nuestro rey, apropiando en su única persona las figuras de aquellos cuatro animales del Apocalipsis de Juan, nació como hombre, se comportó como león, fue inmolado como un becerro y voló como un águila. Voló sobre las alas del viento e hizo de las tinieblas su oculta morada. Hizo las tinieblas y apareció la noche, en que se pasean todas las bestias del bosque: los cachorros de los leones rugiendo, es decir, los tentadores de los que se sirve el diablo para buscar a quién devorar, pero que no tienen poder más que sobre aquellos sobre los que se les conceda, según indica el salmo a continuación: Pidiendo a Dios alimento para sí. ¿Quién no se sentirá lleno de temor en la noche de este siglo, tan peligrosa y tan llena de tentaciones? ¿Quién no se sentirá sacudido hasta en lo más profundo de su ser ante la posibilidad de ser considerado merecedor de que le entreguen a las fauces de tan cruel enemigo para ser devorado? Por tanto, hay que ayunar y orar.

¿Y cuándo hemos de hacerlo mejor y con mayor intensidad que al acercarse la solemnidad de la pasión del Señor? En esa celebración anual vuelve a esculpirse, en cierto modo, en nosotros el recuerdo de aquella noche para que no lo borre el olvido, y el enemigo, rugiente y devorador, no nos encuentre dormidos; no corporalmente, sino en el espíritu. La misma pasión del Señor, ¿qué otra cosa nos puso ante los ojos, sino la tentación que es esta vida, apoyándose precisamente en Cristo Jesús, nuestra cabeza? Esta es la razón por la que, al acercarse el momento de su muerte, dijo a Pedro: Satanás ha solicitado zarandearos como trigo; pero yo he rogado por ti, Pedro, para que tu je no decaiga; vete y conforta a tus hermanos. Y con toda certeza nos confortó con su apostolado, su martirio y sus cartas. En ellas nos enseñó con el consuelo de la profecía, semejante a una lámpara que alumbra en la noche, a mantenernos en una cauta vigilancia al exhortarnos a temer la noche de que estoy hablando. Tenemos, dice, la palabra de los profetas, que es más segura, y hacéis bien al poner los ojos en ella cual lámpara que brilla en un lugar oscuro hasta que llegue el día, y nazca el lucero en vuestros corazones.

Tened, pues, ceñidos vuestros lomos y encendidas las lámparas. Seamos como hombres que esperan el regreso de su Señor de las bodas. No nos repitamos unos a otros: Comamos y bebamos, que mañana moriremos; antes bien, puesto que es incierto el día de nuestra muerte y fatigosos los días de esta vida, ayunemos y oremos, que mañana moriremos. Un poco, dijo, y no me veréis; otro poco, y me veréis. Este es el momento del que dijo: Vosotros estaréis tristes; el mundo, en cambio, se alegrará. Con otras palabras: esta vida, en la que somos peregrinos lejos del Señor, está llena de tentaciones. Mas de nuevo os veré, dijo, y vuestro corazón se llenará de gozo, y vuestro gozo nadie os lo arrebatará. De todos modos, también ahora gozamos con esta esperanza, fundada en la fidelidad suma de quien la ha prometido, hasta que llegue el gozo supremo de ser semejantes a él porque le veremos tal cual es; gozo que nadie nos arrebatará. Como prenda agradable y gratuita de esa esperanza hemos recibido el Espíritu Santo, que obra en nuestros corazones los gemidos inenarrables que son los santos deseos. Como dice el profeta Isaías: liemos concebido y alumbrado el espíritu de salvación. También dice el Señor: la mujer, cuando va a dar a luz, se pone triste, porque ha llegado su día; pero, una vez que ha alumbrado a la criatura, su gozo es grande, porque ha venido al mundo un hombre. Este será el gozo que nadie nos arrebatará: aquel por el que pasaremos por la concepción, resultado de la fe, a la luz eterna. Ahora, mientras dura el día del parto, ayunemos y oremos.

Eso es lo que hace el cuerpo entero de Cristo extendido por todo el orbe, es decir, la Iglesia universal, el ser único que habla en el salmo: Desde los confines de la tierra clamé a ti cuando mi corazón estaba en aprieto. De aquí aparece ya claro por qué se instituyó la cuaresma como solemnidad que celebra esta humillación. La Iglesia, que clama desde los confines de la tierra cuando su corazón está en aprieto, clama desde las cuatro partes del orbe, que también la Escritura menciona con frecuencia: oriente y occidente, norte y sur. Por todo esto fue promulgado el decálogo de la ley, que ya no ha de infundir temor por su letra, sino que ha de cumplirse mediante la gracia de la caridad. Sabemos que 4 multiplicado por 10 da 40. Pero ahora nos hallamos todavía envueltos en la fatiga de la tentación, necesitando el perdón de los pecados. ¿Quién cumplirá con perfección aquello de no tendrás deseos perversos? De aquí la necesidad de ayunar y orar, pero sin cesar de hacer el bien. Al final se otorgará aquella recompensa a ese trabajo que recibe el nombre de denario. Como ternario recibe el nombre del 3, cuaternario del 4, denario lo recibe del 10, número que, sumado a 40, expresa la recompensa por el trabajo. La cifra de 50 significa el tiempo de aquel gozo que nadie nos arrebatará; su realidad aún no la poseemos en esta vida; pero, no obstante, una vez pasada la solemnidad de la pasión del Señor, la celebramos a partir del día de su  resurrección durante otros cincuenta, en los que interrumpimos el ayuno y hace acto de presencia el Aleluya en las alabanzas al Señor.

Ahora, pues, para que no os engañe Satanás, os exhorto, amadísimos, en nombre de Cristo, a que hagáis propicio a Dios con ayunos diarios, limosnas más generosas y oraciones más fervientes. Es el tiempo en que los maridos han de abstenerse de sus esposas, y las esposas de sus maridos, para entregarse a la oración, cosa que deberían hacer a lo largo del año en fechas determinadas, y cuanto más frecuentemente, tanto mejor, puesto que quien apetece sin moderación lo que se le ha concedido, ofende a quien lo ha concedido. La oración, en efecto, es algo espiritual, y, en consecuencia, tanto más agradable cuanto más responde a su naturaleza. Una acción es tanto más espiritual cuanto más alejada está del placer carnal el alma que la realiza. Durante cuarenta días ayunó Moisés, el ministro de la ley; durante cuarenta días ayunó, igualmente, Elías, el más destacado de los profetas, y durante cuarenta días también el Señor, de quien dieron testimonio la ley y los profetas. Con esta finalidad se manifestó en el monte, en compañía de ellos dos. Nosotros, que no podemos soportar ayuno tan largo, pasando, como lo hicieron ellos, tantos días y tantas noches sin probar alimento, hagamos, al menos, lo que podamos. Exceptuando los días que por ciertos motivos la costumbre de la Iglesia prohíbe ayunar, agrademos a Dios nuestro Señor con el ayuno diario o, al menos, frecuente. Es imposible la abstinencia ininterrumpida de comida y bebida durante tantos días; pero ¿lo es también el abstenerse del matrimonio? ¿No estamos viendo que, en el nombre de Cristo, muchas personas de uno y otro sexo conservan inmaculados en este aspecto sus miembros consagrados a Dios? Pienso que no es gran cosa para la castidad conyugal conseguir durante toda la solemnidad pascual5 lo que la virginidad logra para toda la vida.

En cuanto me ha sido posible, he insistido, sobre todo, en que éste es el tiempo de humillar el alma; y, aunque no sea necesaria mi amonestación, no puedo callar otra cosa, pensando en los errores de algunos hombres que, mediante  engaños de palabras sin contenido y costumbres perversas, no cesan de hacer fatigosa nuestra preocupación por vosotros. Hay quienes durante la cuaresma manifiestan ser más amantes de los placeres que de la piedad; más que mortificar las antiguas pasiones, buscan nuevas exquisiteces. Con abundantes y costosas provisiones de diversos frutos intentan superar los sabores y variedades de cualesquiera otras viandas. Temen, como si fuesen inmundas, las ollas en que se cuece la carne 6, y no temen en la suya la lujuria y la gula. Ayunan, pero no para moderar con la templanza la voracidad acostumbrada, sino para aumentar, difiriendo el saciarlo, su apetito inmoderado. Pues, cuando llega el momento de la comida, se abalanzan sobre las opíparas mesas como las bestias sobre el pesebre. Con las abundantísimas viandas sepultan los corazones y ensanchan sus vientres, y con extrañas y artificiosas variedades de condimentos estimulan la gula por si la abundancia la tiene ahogada. Para acabar, es tal la cantidad de alimentos que toman, que no pueden digerirlos ni aún ayunando.

Hay otros que dejan el vino para irse tras otros licores extraídos del jugo de otras frutas, no por motivos de salud, sino por deleite, como si la cuaresma, en vez de ser tiempo de piadosa humillación, fuese ocasión de un nuevo placer. En  el caso de que una enfermedad de estómago impidiese beber agua, ¿no sería más honesto usar con moderación el vino acostumbrado que buscar otros vinos que no conocen la vendimia ni el lagar, no por elegir una bebida más pura, sino por despreciar la más frugal? ¿Hay cosa más absurda que procurar tantas exquisiteces a la carne precisamente en el tiempo en que debe ser mortificada con mayor intensidad, de forma que sea la misma gula la que no quiera que pase la cuaresma? ¿Hay actitud más incongruente que vivir en estos días de humillación, en que todos han de imitar la mesa del pobre, de tal manera que, en el caso de vivir así a diario, ni siquiera los ricos lo podrían soportar? Estad atentos, pues, amadísimos; pensad en lo que está escrito: No vayas tras tus concupiscencias. Si en todo tiempo se ha de observar este salutífero precepto, ¡cuánto más en estos días, en que resulta tan bochornoso conceder a nuestra pasión los placeres desacostumbrados, que hasta se reprende, con razón, a quien no modera los acostumbrados!

Ante todo, acordaos de los pobres; de esta forma depositáis en el tesoro celeste aquello de que os priváis viviendo más sobriamente. Reciba Cristo hambriento lo que al ayunar recibe de menos el cristiano. La mortificación voluntaria sirve de sustento para quien nada tiene. La escasez voluntaria del rico sea abundancia necesaria para el pobre. Resida también en el alma amansada y humilde la misericordiosa disponibilidad para el perdón. Solicite el perdón quien hizo la ofensa; concédalo quien la recibió, para no caer en manos de Satanás, cuyo triunfo es la discordia entre los cristianos. Gran ganancia comporta esta limpieza que consiste en perdonar a tu consiervo para que te perdone tu señor. Ambas cosas recomendó el maestro celestial a sus discípulos cuando les dijo: Perdonad, y se os perdonará; dad, y se os dará. Acordaos de aquel siervo a quien el señor volvió a exigirle toda la deuda que le había perdonado porque no tuvo con su consiervo, que le debía cien denarios, la misma misericordia que recibió él al serle perdonados diez mil talentos. Ninguna excusa sirve para no realizar este tipo de buenas acciones, pues el querer ya es poder. Puede decir alguno: «No puedo ayunar, pues de lo contrario me duele el estómago.» Puede también decir: «Quiero dar algo a un pobre, pero no tengo qué»; o: «Tengo tan poco que temo encontrarme en necesidad si algo diere.» Con frecuencia, también en estos casos, los hombres se inventan falsas excusas, porque no las encuentran verdaderas. Pero ¿quién hay que diga: «No concedí el perdón a quien me lo pedía porque no me lo permitió la salud o porque faltó la mano que alargar»? Perdona, para ser perdonado. Aquí la carne no tiene nada que hacer; ningún miembro de la propia carne viene en ayuda del alma para que cumpla lo que se le pide. Es la voluntad la que actúa; ella sola actúa. Hazlo con tranquilidad; da con seguridad: nada en el cuerpo te dolerá, nada tendrás de menos en tu casa. Por el contrario, hermanos, considerad el mal que encierra no perdonar al hermano arrepentido, cuando el precepto manda amar incluso a los enemigos. Si así están las cosas, según lo que está en la Escritura: No se ponga el sol sobre vuestra ira, considerad, amadísimos, si puede llamarse cristiano quien no quiere dar fin, ni siquiera en estos días, a las enemistades, que nunca debió dejar existir.

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