Estos días santos en que nos entregamos a las prácticas cuaresmales nos invitan a hablaros de la concordia fraterna, para que quien tenga alguna queja contra otro acabe con ella antes que ella acabe con él. No echéis en saco roto estas cosas, hermanos míos. En esta vida frágil y mortal, llena de peligros por las numerosas tentaciones de esta tierra, ningún justo que ora para no verse sumergido en ellas puede hallarse libre de todo pecado; y único es el remedio que nos permite vivir: lo que Dios, nuestro maestro, nos mandó decir en la oración: Perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Hemos llegado a un acuerdo con Dios y hemos pactado con él las condiciones de nuestro perdón; en señal de garantía hemos plasmado allí nuestra firma.
Con plena confianza pedimos que nos perdone, pero a condición de perdonar también nosotros; si no perdonamos nosotros, no soñemos en que se nos perdonen nuestros pecados; no nos hagamos ilusiones. Que ningún hombre se llame a engaño, pues a Dios nadie le engaña. Es muy humano airarse, pero ¡ojalá no fuese posible! Es muy humano airarse, pero tu ira, una pequeña yema cuando nace, no debe convertirse en la viga del odio con el riego de las sospechas. Una cosa es la ira y otra el odio, pues no es raro que el padre se aire contra el hijo, sin por eso odiarle; se aíra para corregirle. Por tanto, si se aíra para corregirle, su ira nace del amor. He ahí por qué se dijo: Ves la paja en el ojo de tu hermano, pero no ves la viga en el tuyo. Condenas la ira en los demás, al tiempo que retienes el odio en ti mismo. Comparada con el odio, la ira es una paja. Con todo, si la nutres, se convertirá en viga; si, en cambio, la extraes y la tiras, se reducirá a nada.Si prestasteis atención cuando se leyó la carta de San Juan, una frase suya debió infundiros terror. Dice así: Tasaron las tinieblas; ahora brilla la verdadera luz. Y a continuación añade: Quien piensa ser luz y odia a su hermano, está aún en las tinieblas. Quizás haya quien piense que tales tinieblas son idénticas a las que sufren los encarcelados. ¡Ojalá fueran como ésas! Y, con todo, nadie quiere verse en medio de ellas. En las tinieblas de la cárcel pueden ser encerradas también las personas inocentes, como, por ejemplo, los mártires. Las tinieblas los envolvían por doquier, pero en sus corazones resplandecía la luz. En la oscuridad de la cárcel no podían ver con los ojos, pero contemplaban a Dios amando a los hermanos. ¿Queréis saber a qué tinieblas se refería cuando dijo: Quien odia a su hermano está aún en las tinieblas? En otro lugar dice: Quien odia a su hermano es un homicida. Quien odia a su hermano camina, sale, entra, se mueve sin el peso de cadena alguna y sin verse recluido en ninguna cárcel; no obstante, está aprisionado por la culpa. No pienses que está libre de la cárcel; su cárcel es su corazón. Cuando escuchas: Quien odia a su hermano está aún en las tinieblas, no has de despreciar tales tinieblas. Para eso añadió: Quien odia a su hermano es un homicida. ¿Caminas tranquilo odiando a tu hermano? ¿Rehúsas reconciliarte con él a pesar de que Dios te concede tiempo para ello? Advierte que eres un homicida, y sigues con vida; si el Señor se airase contra ti, al instante serías arrebatado envuelto en el odio a tu hermano. Dios te perdona, perdónate a ti mismo; haz las paces con tu hermano. ¿Acaso quieres tú, pero no quiere él? A ti te basta con eso. Tienes un motivo más para compadecerte de él, pero tú estás libre y puedes decir con tranquilidad: Perdónanos nuestras deudas, como nosotros perdonamos a nuestros deudores.
Quizá fuiste tú quien le ofendiste; quieres reconciliarte con él y decirle: «Hermano, perdóname la ofensa que te hice.» Pero él no quiere perdonarte, no quiere olvidar la deuda, no quiere perdonarte lo que le debes. ¡Él se las arregle cuando vaya a orar! El, que no quiso perdonarte tu ofensa, ¿qué hará cuando vaya a recitar la oración? ¿Qué hará? Diga: Padre nuestro que estás en los cielos. Continúe diciendo: Sea santificado tu nombre. Di todavía: Venga tu reino. Sigue: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. ¡Adelante! : Danos hoy nuestro pan de cada día. Todo eso has dicho; atento ahora, no sea que quieras saltarte lo que viene a continuación y cambiarlo por otra cosa. No hay otro camino por donde puedas pasar; ahí te encuentras retenido. Di, pues, y dilo sinceramente: Perdónanos nuestras deudas. O cállatelo, si no tienes motivo para decirlo. Pero ¿dónde queda lo que dijo el Apóstol: Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no habita en nosotros? Si, pues, te remuerde la conciencia por tu fragilidad y se manifiesta por doquier en este mundo la abundancia de iniquidad, di: Perdónanos nuestras deudas. Pero considera lo que sigue. Tú que no quisiste perdonar a tu hermano, vas a decir: Como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. ¿O vas a callarte esas palabras? Si te las callas, nada recibirás, y, si las pronuncias, dices una falsedad. Dilas, pues; y dilas de forma que sean verdad; pero ¿cómo van a ser verdad, si no quisiste perdonar el pecado a tu hermano?
He amonestado a una clase de personas; ahora voy a consolarte a ti, quienquiera que seas —si es que hay alguno—; a ti que dijiste a tu hermano: «Perdóname el que te haya ofendido »; si lo dijiste con todo el corazón, con auténtica humildad, con caridad no fingida, tal como lo ve Dios en tu corazón, lugar del que brotaron esas palabras, aunque él no quiera perdonarte, no te preocupes. Uno y otro sois siervos, ambos tenéis el mismo Señor; si estás en deuda con tu consiervo y él no quiere perdonártela, acude al común Señor. Exija el siervo, si puede, lo que te ha perdonado el Señor. Digo más: a quien no quiere perdonar a su hermano, le he amonestado a que haga eso mismo que no quería cuando se ponga él a pedir perdón, no sea que, cuando él ore, no reciba lo que desea. Y al que pidió perdón a su hermano por la ofensa hecha y no lo recibió, le he encarecido que esté seguro de recibir de su Señor lo que no consiguió de su hermano. Tengo todavía algo que añadir. Con frecuencia se oye decir: «Te ofendió tu hermano y no quiere pedirte perdón.» ¡Ojalá desarraigue Dios tales palabras de su campo, es decir, de vuestros corazones! ¡Cuan numerosos son los que, conscientes de haber ofendido a sus hermanos, rehúsan decir: «Perdóname»! No se avergonzaron de pecar, y se avergüenzan de pedir perdón; no sintieron vergüenza ante la maldad, y la sienten ante la humildad. A éstos, ante todo, se dirige mi exhortación. Quienes estáis en discordia con vuestros hermanos y, recogidos en el interior de vuestros corazones, os habéis examinado y habéis emitido un juicio justo reconociendo que no debíais haber hecho lo que hicisteis ni haber dicho lo que dijisteis, pedid perdón a vuestros hermanos, haced con ellos lo que dice el Apóstol: Perdonándoos mutuamente, como Dios os perdonó en Cristo; hacedlo, no os avergoncéis de pedir perdón. Lo digo, pues, a todos: varones y mujeres, pequeños y grandes, laicos y clérigos, e incluso a mí mismo. Escuchémoslo todos, temamos todos. Si hemos ofendido a nuestros hermanos, si todavía se nos da un margen de tiempo para vivir, es que aún no nos ha llegado la muerte; y, si aún vivimos, aún no hemos sido condenados. Mientras nos dure la vida, hagamos lo que nos manda nuestro Padre, que será el juez divino; pidamos perdón a nuestros hermanos, a los que quizá ofendimos en algo y en algo les dañamos. Hay personas humildes según los criterios de este mundo que se engríen si les pides perdón. He aquí lo que quiero decir: puede darse el caso de que el amo peque contra su siervo, pues, aunque uno es amo y otro siervo, ambos dos son, no obstante, siervos de otro, pues uno y otro fueron redimidos por la sangre de Cristo. Con todo, parece duro que mande y ordene también que si, por casualidad, el amo peca contra su siervo riñéndole o golpeándole injustamente, tenga que decirle: «Excúsame y perdóname»; y ello no porque no deba hacerlo, sino por temor a que el otro comience a engreírse. ¿Qué hacer, pues? Arrepiéntase ante Dios, castigue su corazón en presencia del Señor, y, si no puede decir: «Perdóname», porque no es conveniente, háblele con dulzura, pues ese dirigirse a él con dulzura equivale a pedirle perdón.
Sólo me queda dirigirme a aquellos que, siendo ofendidos, sus ofensores no les quisieron pedir perdón, pues a quienes no quisieron concederlo a los hermanos que se lo solicitaban, ya les dije lo conveniente. Ahora, pues, me dirijo a todos vosotros, dado lo sagrado de estos días, para que desaparezcan vuestras discordias. Pienso que algunos de vosotros, conscientes de estar enemistados con los hermanos, habéis reflexionado en vuestro interior, y hallado que no sois vosotros los ofensores, sino los ofendidos. Y, aunque ahora no me lo digáis, porque soy yo quien debe hablar estando en este lugar, mientras que lo vuestro es callar y escuchar, con todo, quizá en vuestra reflexión penséis y os digáis: «Yo quiero hacer las paces, pero fue él quien me dañó, él quien me ofendió, y no quiere pedir perdón.» ¿Qué he de hacer? ¿He de decirle: «Vete tú y pídele perdón»? De ningún modo. No quiero que mientas; no quiero que digas: «Perdóname», tú que sabes que no ofendiste a tu hermano. ¿Qué te aprovecha convertirte en tu acusador? ¿Qué esperas que te perdone aquel a quien no dañaste ni ofendiste? De nada te aprovechará; no quiero que lo hagas. ¿Estás seguro, has examinado el caso detenidamente, sabes que fue él quien te ofendió a ti, no tú a él? «Lo sé», respondes. Repose tu conciencia sobre ese conocimiento seguro. No vayas al hermano que te ofendió, y menos a pedirle perdón. Entre vosotros dos debe haber otros pacificadores que le insten a que se adelante a pedirte perdón; a ti te basta con estar dispuesto a perdonar, dispuesto a hacerlo de corazón. Si estás dispuesto a perdonar, ya has perdonado. Pero tienes algo todavía por lo que orar: ora por él para que te pida perdón; sabiendo que le es dañoso el no pedirlo, ruega por él para que lo pida. Di al Señor en tu oración: «Señor, tú sabes que no he sido yo quien ofendió a aquel hermano mío, sino más bien él a mí; sabes también que le daña el haberme ofendido, si no me pide perdón; yo, con el mejor deseo, te suplico que le perdones.»
Os he recordado lo que debéis hacer, juntamente conmigo, en estos días de ayuno, prácticas devotas y continencia para poneros en paz con vuestros hermanos. ¡Que yo que me apeno de vuestras discordias, pueda gozarme de vuestra paz! Perdonándonos mutuamente cualquier queja que uno tenga contra otro, celebremos con confianza la Pascua, celebremos con confianza la pasión de quien, sin deber nada, pagó el precio en vez de los deudores. Me refiero a Jesucristo el Señor, que a nadie ofendió y a quien casi todo el mundo ofendió, y, en vez de exigir tormentos, prometió premios. A él le tenemos como testigo en nuestros corazones, para que, si hemos ofendido a alguien, pidamos perdón con corazón sincero; y, si alguien nos ofendió, estemos dispuestos a concederlo y a orar por nuestros enemigos. No suspiremos por la venganza, hermanos. ¿Qué otra cosa es la venganza sino alimentarse del mal ajeno? Sé que cada día llegan hombres, hincan sus rodillas, abajan su frente hasta tocar la tierra y a veces hasta riegan su rostro con lágrimas; y, en medio de tanta humildad y postración, dicen: «Señor, véngame, da muerte a mi enemigo.» Ora, sí, para que dé muerte a tu enemigo y salve a tu hermano: dé muerte a la maldad y salve a la naturaleza. Pide a Dios que te vengue, pero de esta manera: perezca lo que en tu hermano te perseguía, pero permanezca él para serte devuelto a ti.
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