"Les decimos: recibís el Evangelio y no recibís la ley; nosotros decimos que el misericordioso dador del Evangelio es el mismo y terrible otorgador de la ley. Aterró con la ley y sanó con el Evangelio a los convertidos, a los que había aterrado con la ley para que se convirtieran. El Emperador dio la ley, y hubo muchas transgresiones contra la ley. Esa ley que dio el Emperador no sabía sino castigar a los transgresores. Faltaba, pues, que, para eliminar esos delitos, viniera con indulgencia aquel que había enviado por delante la ley. Pero ¿qué dice el corazón perverso cuando afirma que recibe el Evangelio y rechaza la ley? ¿Por qué la rechaza? «Porque, según dice, está escrito: Tentó Dios a Abrahán. ¿Cómo adoraré a un Dios que tienta?» Pues adora a Cristo, a quien tienes en el Evangelio. El te invita a entender la ley. Pero como los maniqueos tampoco pasaron a Cristo, se quedaron con su fantasma. Porque no adoran a Cristo tal como es predicado en el Evangelio, sino tal como ellos se lo han fingido"
(Sermón 2, 2).
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