“Cristo el Señor se dignó convencernos de la verdad y certeza de su resurrección mediante muchas y variadas pruebas para edificar la fe, ahuyentar del corazón la incredulidad y eliminar toda duda acerca de su resurrección. Poca cosa hubiese sido mostrarse a sus ojos si no se hubiese dado a tocar también por sus manos. Muchos maniqueos, impíos y herejes suponen y creen que Cristo no tenía carne verdadera, sino que era un espíritu con apariencia de carne con el fin de engañar a los ojos, no de edificar la fe; aunque no era carne, así parecía que era. Esto que creen los maniqueos… Así, pues, ellos nunca creyeron que nuestro Señor Jesucristo haya sido hombre; pero los discípulos reconocieron como hombre a aquel en cuya compañía vivieron tanto tiempo. Le vieron caminar, sentarse, dormir, comer y beber; conocieron su ser íntegro, supieron que se sentó fatigado sobre el brocal de un pozo. De este largo trato con él conocieron que era un hombre verdadero; pero, una vez que murió lo conocido por ellos, ¿cómo podían creer que iba a resucitar lo que pudo morir? Se les apareció ante sus ojos tal cual le habían conocido, y, al no creer que hubiera podido resucitar al tercer día del sepulcro la carne verdadera, pensaron que estaban viendo un espíritu”
(Sermón 229 J, 1).
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