Y, cuando se leyó el evangelio, escuchamos que el bienaventurado anciano Simeón había recibido un oráculo divino según el cual no probaría la muerte hasta no ver al Ungido del Señor. El, tras haber tomado en sus manos a Cristo niño y haber reconocido la grandeza del pequeño, dijo: Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, según tu palabra, pues mis ojos han visto tu salvación. Es cosa justa, pues, que anunciemos al día del día, su salvación. Anunciemos en los pueblos su gloria, en todas las naciones sus maravilla
(Sermón 190, 4).
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