“Tal es el plan de Dios. El hombre puede escrutarlo según su propia medida: unos más y otros menos; pero este plan divino encierra para nosotros un gran misterio. Cristo iba a venir a nosotros en la carne; Cristo, no un cualquiera, no un ángel ni un legado suyo; pero él, viniendo, los salvará. No había de venir un cualquiera; y, sin embargo, ¿cómo iba a venir? Iba a nacer en carne mortal; pasaría a ser un niño sin habla; sería colocado en un pesebre, envuelto en una cuna, nutrido con leche; pasaría de edad en edad, y, finalmente, perecería por obra de la muerte. Todas estas cosas son indicios de humildad y, más aún, manifestación de una gran humildad. —Humildad, ¿de quién? —Del excelso. ¿Cuál es su excelsitud?... Ved a quiénes vino y cuan grande era quien vino. ¿Cómo vino hasta nosotros? En verdad, la Palabra se hizo carne para habitar entre nosotros. En efecto, si hubiera venido sólo en su divinidad, ¿quién hubiera podido soportarlo? ¿Quién lo hubiera acogido? ¿Quién lo hubiera recibido? Pero él tomó lo que éramos nosotros para que no permaneciéramos siendo lo que éramos; tomó lo que éramos por naturaleza, no por la culpa. Quien vino a los hombres en condición de hombre, no vino, sin embargo, en condición de pecador, aunque venía a pecadores. De estas dos cosas humanas, la naturaleza y la culpa, tomó la primera y sanó la segunda. Si él, en efecto, hubiese tomado nuestra iniquidad, hubiese buscado también él un salvador. No obstante, la tomó también para sobrellevarla y sanarla, no para tenerla, y apareció como un hombre entre los hombres, ocultando su divinidad”
(Sermón 293, 5).
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