Dame una lámpara que dé testimonio del día; pero engrandece hasta el límite esta lámpara, de modo que quien sea más que ella sea ya día: Entre los nacidos de mujer no ha surgido otro mayor que Juan Bautista. ¡Oh Providencia inefable! A mí, hermanos, cuando pienso estas cosas, me llena más de admiración lo que afirma Juan de Cristo, según atestigua el evangelio: No soy digno de desatar la correa de su calzado. ¿Qué puede decirse que incluya mayor humildad? ¿Qué hay más excelso que Cristo? ¿Qué más humilde que un crucificado? El que tiene la esposa es el esposo; pero el amigo del esposo se mantiene en pie y le escucha, y se llena de gozo por la voz del esposo, no por la suya… Llegan algunos a Juan y le dicen: Aquel de quien tú diste testimonio bautiza, y todos se van a él, para que, como rival envidioso de Cristo, hablase mal de él. Pero en esa ocasión la lámpara arde más vigorosamente, resplandece con mayor claridad, se nutre mejor: a mayor distinción, mayor seguridad. Ya os he dicho, respondió, que yo no soy el Cristo. Quien tiene la esposa es el esposo; quien ha venido del cielo está por encima de todos. Los que creían en Cristo se llenaban de admiración, mientras que sus enemigos quedaban confundidos precisamente entonces, cuando se sentía impulsado a anunciarlo quien podía creerse que sintiera celos por él. El siervo se ve obligado a reconocer al Señor, y la criatura a dar testimonio del Creador; mejor, no se siente obligado, sino que lo hace libremente, pues es un amigo, no un envidioso; no mira por sí mismo, sino por el esposo”
(Sermón 293, 6).
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