“Considera ahora ese sacratísimo triduo del Señor crucificado, sepultado y resucitado. El primer día, que significa la cruz, transcurre en la presente vida; los que significan la sepultura y la resurrección los vivimos en fe y en esperanza. Ahora se le dice al hombre: Toma tu cruz y sígueme. Es atormentada la carne cuando son mortificados nuestros símbolos, que están sobre la tierra: la fornicación, la inmundicia, el derroche, avaricia y las demás torpezas, de las que dice el mismo Apóstol: Si viviereis según la carne, moriréis; pero si mortificáis con el espíritu las obras de la carne, viviréis. Por eso dice, hablando de sí mismo: El mundo está crucificado para mí y yo para el mundo. Y en otro pasaje: Sabed que nuestro hombre viejo ha sido crucificado juntamente con él para que se destruya el cuerpo del pecado, para que en adelante no sirvamos al pecado. Por lo tanto, mientras nuestras obras tienden a destruir el cuerpo del pecado, mientras el hombre exterior se corrompe para que el interior se renueve de día en día, tiempo es de cruz”
(Epístola 55, 14, 24)
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