“Así, pues, cuanto de malo e ilícito se sugiera a tu corazón, cuantos malos deseos surjan de tu carne contra tu alma, son dardos de aquel enemigo que te reta a un combate singular. Acuérdate de luchar. Tu enemigo es invisible, pero invisible es también tu protector. No ves a aquel contra quien lucha, pero crees en aquel que te protege. Y, si tienes los ojos de la fe, hasta lo ves, pues todo fiel ve con los ojos de la fe al adversario que lo reta día a día”
(Sermón 335 K, 3).
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