“Efectivamente, celebramos ahora la solemnidad de la venida del Espíritu Santo. En el día de Pentecostés que ya ha comenzado estaban reunidos en un local ciento veinte personas, entre las cuales los apóstoles, la madre del Señor y otros de uno y otro sexo, en oración y a la espera de la promesa de Cristo, es decir, la llegada del Espíritu Santo. No era vana su esperanza y espera, puesto que no era falaz la promesa de quien se había comprometido.
Llegó lo que se estaba esperando, y encontró limpios los vasos que le iban a acoger. Se les aparecieron lenguas divididas, como de fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos, y comenzaron a hablar en lenguas según el espíritu les concedía al hablarlas. Cada uno hablaba todas las lenguas, prefigurando la Iglesia, que iba a estar presente en todos los idiomas. Un solo hombre era signo de la unidad: la totalidad de las lenguas en un solo hombre simbolizaba a todos los pueblos congregados en unidad.
Los que estaban llenos del Espíritu hablaban y quienes estaban vacíos de él se admiraban”
(Sermón 266, 2).
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