"No ignoro que vuestros corazones se alimentan a diario con las exhortaciones de las lecturas divinas y con el alimento de la palabra de Dios. Mas, en atención al deseo de amor con el que nos inflamamos mutuamente, voy a decir algo a vuestra caridad. ¿De qué puedo hablaros sino del amor? Es tal el amor, que, si alguien quiere hablar de él, no ha de buscar una lectura adecuada para ello, pues cualquier página, ábrase donde se abra, no dice otra cosa. Testigo de ello es el mismo Señor y el mismo Evangelio nos lo muestra; pues, cuando le preguntaron cuáles eran los mandamientos mayores de la ley, respondió: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente, y amarás al prójimo como a ti mismo. Y para que no buscases más en las sagradas páginas, añadió y dijo: De estos dos mandamientos pende toda la ley y los profetas. Sí toda la ley y los profetas penden de estos dos mandamientos, ¡cuánto más el Evangelio! El amor, en efecto, renueva al hombre, pues como la concupiscencia hace al hombre viejo, así el amor lo hace nuevo… Que el amor pertenece al hombre nuevo, lo indica el Señor de la siguiente manera: Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Así, pues, si la ley y los profetas penden del amor, a pesar de que en la ley y los profetas parece confiársenos el Antiguo Testamento, ¡cuánto más el Evangelio, llamado clarísimamente Testamento Nuevo, no pertenecerá sino al amor, siendo así que el Señor no presentó como mandamiento suyo otro que el amor mutuo! No sólo llamó nuevo al mandamiento mismo, sino que también vino para renovarnos a nosotros, nos hizo hombres nuevos y nos prometió una herencia nueva y además eterna”
(Sermón 350 A, 1).
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