"Sobre este punto hablaron harto los filósofos. Mas no se encuentra en ellos la verdadera piedad, es decir, el veraz culto de Dios, del que es menester derivar todos los oficios de una vida recta. Y no por otro motivo, a mi juicio, sino porque quisieron fabricarse a su modo una vida bienaventurada, y estimaron que esa vida había que fabricarla más bien que pedirla, y el que la otorga no es otro que Dios. Tan sólo el que hizo al hombre hace bienaventurado al hombre. Él otorga a sus criaturas, buenas y malas, tantos bienes; el ser, el ser hombres, el sentir, la energía, la fuerza y la abundancia de riquezas, y Él se dará a sí mismo a los buenos para que sean bienaventurados, pues es ya un bien suyo el que ellos sean buenos. Mas los filósofos que en esta lamentable vida, en estos moribundos miembros, bajo la carga de esta carne corruptible, se empeñaron en ser cómplices y como fundadores de su vida bienaventurada, la apetecieron y retuvieron con sus propias virtudes; no la demandaron y esperaron de aquella fuente de las virtudes, y así no pudieron sentir a Dios, que resiste su soberbia"
(Epístola 155, 1, 2).
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