“El hombre que tuvo dos hijos es Dios, que tiene dos pueblos. El hijo mayor es el pueblo judío; el menor, el gentil. La herencia recibida del padre es la inteligencia, la mente, la memoria, el ingenio y todo aquello que Dios nos dio para que le conociésemos y alabásemos. Tras haber recibido este patrimonio, el hijo menor se marchó a una región lejana. Lejana, es decir, hasta olvidarse de su creador. Disipó su herencia viviendo pródigamente; gastando y no adquiriendo, derrochando lo que poseía y no adquiriendo lo que le faltaba; es decir, consumiendo todo su ingenio en lascivias, en vanidades, en toda clase de perversos deseos a los que la Verdad llamó meretrices. No es de admirar que a este despilfarro siguiese el hambre. Reinaba el hambre en aquella región: no hambre de pan visible, sino hambre de la verdad invisible… Al fin se dio cuenta en qué estado se encontraba, qué había perdido, a quién había ofendido y en manos de quién había caído. Y volvió en sí; primero el retorno a sí mismo y luego al Padre. Pues quizá se había dicho: mi corazón me abandonó, por lo cual convenía que ante todo retornase a sí mismo conociendo de este modo que se hallaba lejos del padre… Se levantó y retornó. Había permanecido o bien en tierra, o bien con caídas continuas. Su padre lo ve de lejos y le sale al encuentro”
(Sermón 112 A, 2-3).
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