“Puesto que ya recibisteis, aprendisteis de memoria y recitasteis en público cómo ha de creerse en Dios, recibid hoy cómo se ha de invocar. Cuando se leyó el Evangelio, oísteis de fue el Hijo mismo quien enseñó a sus discípulos y a quienes creen en Él esta oración. Habiéndonos compuesto tales preces tan gran jurista, tenemos esperanza de ganar la causa. Es el asesor del Padre, pues está sentado a su derecha como habéis confesado. Quien ha de ser nuestro juez, ese es nuestro abogado. De allí ha de venir a juzgar a vivos y a muertos. Retened, pues, esta oración que habéis de proclamar en público dentro de ocho días. Quienes de vosotros no supieron bien el Símbolo, apréndanlo, tienen tiempo todavía. El sábado tendréis que darlo de memoria en presencia de todos los asistentes; es el último sábado, aquel en que vais a ser bautizados. Dentro de ocho días a partir de hoy tendréis que recitar de memoria esta oración que hay habéis recibido. La oración empieza así: Padre nuestro que estás en los cielos. Hemos hallado un Padre en los cielos, veamos cómo hemos de vivir en la tierra. Quien ha hallado tal Padre debe vivir de manera tal que sea digno de llegar a su herencia. Todos juntos decimos: Padre nuestro. ¡Cuánta bondad! Lo dice el emperador y lo dice el mendigo; lo dice tanto el siervo como su señor. Uno y otro dices: Padre nuestro que estás en los cielos. Reconocen que son hermanos cuando tienen un mismo Padre. No considere el señor indigno de su persona el tener como hermano a su siervo, a quien quiso tener como hermano Cristo el Señor”
(Sermón 58, 1, 2).
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