“En la fe, esperanza y caridad oremos siempre con un continuo deseo. Pero a ciertos intervalos de horas y tiempos oramos también vocalmente al Señor, para amonestarnos a nosotros mismos con los símbolos de aquellas realidades, para adquirir conciencia de los progresos que realizamos en nuestro deseo, y de este modo nos animamos con mayor entusiasmo a acrecentarlo. Porque ha de seguirse más abundoso efecto cuanto precediere más fervoroso afecto. Por eso dijo el Apóstol: Orad sin interrupción. ¿Qué significa eso sino desead sin interrupción la vida bienaventurada, que es la eterna, y que os ha de venir del favor del único que os la puede dar? Deseémosla, pues, siempre de parte de nuestro Señor y oremos siempre. Pero a ciertas horas sustraemos la atención a las preocupaciones y negocios, que nos entibian en cierto modo el deseo, y nos entregamos al negocio de orar; y nos excitamos con las mismas palabras de la oración a atender mejor el bien que deseamos, no sea que lo que comenzó a entibiarse se enfríe del todo y se extinga por no renovar el fervor con frecuencia…”
(Epístola 130, 19-20).
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