“Os exhortamos en el Señor, hermanos, a que os mantengáis en vuestros compromisos y perseveréis hasta el fin. Si la Iglesia reclama vuestro concurso, no os lancéis a trabajar con orgullo ávido ni huyáis del trabajo con torpe desidia. Obedeced a Dios con humilde corazón, llevando con mansedumbre a quien os gobierna a vosotros. El dirige a los mansos en el juicio y enseña a los humildes sus caminos. No antepongáis vuestro ocio a las necesidades de la Iglesia, pues si no hubiese buenos ministros que se determinasen a asistirla, cuando ella da a luz, no hubiésemos encontrado medio de nacer. Como entre el fuego y el agua hay que caminar sin ahogarse ni abrasarse, del mismo modo hemos de gobernar nuestros pasos entre la cima del orgullo y el abismo de la pereza, como está escrito, no declinando ni hacia la derecha ni hacia la izquierda. Porque hay quienes, por excesivo temor de verse arrebatados hacia la cumbre de los soberbios, van a sumergirse en la sima de la izquierda. Y hay asimismo quienes se apartan con exceso de la izquierda, para no verse absorbido por la torpe blandura de la inacción, y se desvanecen en pavesas y en humo, corrompidos y consumidos de la parte contraria, por el fasto de la jactancia. Amad vuestro ocio, carísimos, de modo que os moderéis en toda terrena satisfacción, recordando que no existe lugar alguno donde no pueda tender sus lazos el diablo, que teme vernos volar a Dios. Juzguemos al enemigo de todos los buenos, cuyos cautivos fuimos, pensando que no habrá para nosotros tranquilidad perfecta hasta que pase la iniquidad y el juicio se convierta en justicia”
(Epístola 48, 2).
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