“Por tanto, no queráis pegaros a la tierra quienes habéis encontrado un Padre en el cielo. Vais a decir: Padre nuestro que estás en los cielos. Comenzasteis a pertenecer a un gran linaje. Bajo este Padre son hermanos el Señor y el siervo, el emperador y el soldado, el rico y el pobre. Todos los cristianos bautizados tienen distintos padres en la tierra, unos nobles, otros plebeyos; pero todos invocan a un mismo Padre, el que está en los cielos. Si allí habita nuestro Padre, allí se nos prepara la herencia. Es tal este Padre, que lo que nos dona hemos de poseerlo en su compañía. Nos da una herencia, pero no nos la da al morir Él. Él no se va, sino que permanece, para que nosotros nos acerquemos a Él. Habiendo oído, pues, a quién dirigimos nuestras peticiones, sepamos también qué hemos de pedir, no sea que ofendamos a tal Padre pidiendo indebidamente. ¿Qué nos enseñó nuestro Señor Jesucristo que pidiéramos al Padre que está en los cielos? Sea santificado tu nombre. ¿Qué beneficio es esto que pedimos a Dios, es decir, que sea santificado su nombre? El nombre de Dios es santo desde siempre; ¿por qué, pues, pedimos que sea santificado, sino para ser santificados nosotros por medio de él? Pedimos que sea santificado en nosotros lo que es santo desde siempre. El nombre de Dios es santificado en vosotros en el momento de ser bautizados. Y una vez que hayáis sido bautizados, ¿por qué vais a pedir eso, sino para que persevere en vosotros lo recibido?”
(Sermón 59, 2-3).
No hay comentarios:
Publicar un comentario