Padre rico en misericordia

“Si buscáis la salvación, poned vuestra esperanza en quien salva a los que esperan en Él. Si deseáis la embriaguez y las delicias, tampoco os las negará. Sólo es preciso que vengáis, lo adoréis, os prosternéis y lloréis en presencia de quien os hizo, y Él os embriagará de la abundancia de su casa y os dará a beber del torrente de sus delicias. Pero estad atentos, no entre a vosotros el pie de la soberbia; vigilad para que no os arrastren las manos de los pecadores. A fin de que no acontezca lo primero, orad para que purifique cuanto oculto hay en vosotros; para que no sobrevenga lo segundo y os tire por tierra, pedid que os libre de los males ajenos. Si estáis tumbados, levantaos; una vez levantados, poneos de pie; puestos de pie, quedad firmes y manteneos en esa postura… El Padre misericordioso saldrá a vuestro encuentro con el vestido originario, Él que no dudó en inmolar el becerro cebado para que desapareciera vuestra pestífera hambre. Comed su carne, bebed su sangre; con su derramamiento se perdonan los pecados, se anulan las deudas y se quitan las manchas. Comed como pobres que sois y quedaréis saciados; entonces os contaréis también vosotros entre aquellos de quienes se dice: Comerán los pobres, y serán saciados. Una vez que estéis saludablemente saciados, eructad su pan y su gloria. Corred a Él y os hará volver; Él es, en efecto, quien hace volver a los alejados, persigue a los fugitivos, encuentra a los perdidos, humilla a los soberbios, alimenta a los hambrientos, suelta a los encarcelados, ilumina a los ciegos, limpia a los inmundos, reconforta a los cansados, resucita a los muertos y libera a los poseídos y cautivos de los espíritus perversos. Os he demostrado que vosotros estáis ahora libres de ellos; al mismo tiempo que os felicito, os exhorto a conservar también en vuestros corazones la salud que se ha manifestado en vuestro corazón”
(Sermón 216, 9-11).

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