"Que cada uno de vosotros, hermanos míos, mire a su interior, se juzgue y examine sus obras, sus buenas obras; vea las que hace por amor, no esperando retribución alguna temporal, sino la promesa y el rostro de Dios. Nada de lo que Dios te prometió vale algo separado de Él mismo. Con nada me saciará mi Dios, a no ser con la promesa de sí mismo. ¿Qué es la tierra entera? ¿Qué la inmensidad del mar? ¿Qué todo el cielo? ¿Qué son todos los astros, el sol, la luna? ¿Qué el ejército de los ángeles? Tengo sed del creador de todas estas cosas; de Él tengo hambre y sed y a Él digo: En ti está la fuente de la vida, y, a su vez, me dice: Yo soy el pan que ha bajado del cielo. Que mi peregrinación esté marcada por el hambre y sed de ti, para que se sacie con tu presencia. El mundo se sonríe ante muchas cosas, hermosas, resistentes y variadas, pero más hermoso es quien las hizo, más resistente, más resplandeciente, más suave"
(Sermón 158, 7).
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